domingo, 5 de febrero de 2017

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS PESADILLAS




Sólo en un país como los Estados Unidos se puede sentir adoración, incluso llegar a crear una cultura (término relativo al culto) a partir de los asesinos en serie. El personaje del payaso de la gasolinera, con su atuendo imitando al Tío Sam, es el encargado de presentar y hacer apología cultural (es decir, apología de este culto) de la liturgia empleada por los serial killers más famosos de EE.UU., haciendo del recorrido fantasmagórico por la historia del crimen y el sadismo de estos individuos una parte indivisible de la cultura de ese país, como una parte intrínseca a su forma de ser, en la que sin su presencia no se podría completar la panorámica de un país ultraviolento.

La incorporación de estos asesinos en un marco que parece navegar entre el museo y el teatro grandgignolesco (ver artículo de A.J. Navarro en Dirigido por… nº 329) supone un distanciamiento entre lo mirado y los que miran (en este caso los cuatro jóvenes que, algunos más que otros, parecen disfrutar con la visión). Por eso, cuando son atrapados por la familia de psicópatas, la cercanía del horror y de la amenaza resultan pesadillescas, como si ellos fueran parte de esa representación (de hecho convierte a uno de los jóvenes en una atracción de feria como los muñecos del museo, como uno de esos seres freaks que adornan las estanterías de la tienda del payaso, por lo que relacionan a éste con la familia de psicópatas incluso antes de que lo podamos presentir, en los instantes finales de la cinta), como si ellos mismos se hubieran convertido en parte de esa familia de autómatas que torturan y matan presos de sus propios impulsos y de su legado cultural (ya que pertenecen a la familia del Dr. Satán).


La culminación de la tortura supone meter a los supervivientes en un pozo vestidos de conejitos, dos referencias que nos llevan a pensar en el mito de Alicia (realizando Rob Zombie un alarde de reinterpretación del clásico a través de la visión postmoderna, influida sobremanera por conceptos relativos al heavy, el gore y lo underground). De hecho, cuando la joven se desprende de su disfraz, lleva puesto otro debajo, un vestido infantil que remite a la iconografía clásica del personaje de Alicia, incluso al que el propio Lewis Carroll dibujó. Así, los pasillos subterráneos, llenos de amenazas, de remedos de las torturas pretéritas, de los cadáveres que testimonian el pasado violento de la familia, se convierte en la madriguera del conejo que la llevan hasta la sala principal, allí donde se gesta el verdadero horror, donde pervive el legado del Dr. Satán en su forma más impresionante, más vívida para los sentidos, fundamentalmente para la mirada.

Y es que la clave la hemos de atender en la breve intervención, en el aserto de un hombre negro con un confuso cartel (en el que menciona a Jesús, el Cielo y el Infierno) y que amenaza directamente al espectador con una escopeta de cañones recortados. Si en el mito de Alicia la bajada a las profundidades de su inconsciente nos permite imaginar, a través de esa “pesadilla blanca”, que su vida real es más que acomodada a tenor de cómo se pervierte en su imaginación, ¿cómo sería si su realidad fuese realmente un infierno? Los sueños solo pueden ser tomados como algo relativo a la fantasía por comparación con lo cortante, lo hirientemente físico de la realidad, ya que mientras “vivimos” un sueño todo nos parece tan real que llegamos a afirmar “parecía de verdad”. Sin embargo, afirmamos “parecía”, y no “era”, ya que esta afirmación la realizamos en plena consciencia, en contacto directo con la realidad, a la que sabemos identificar como tal a través de la interconexión de todos nuestros sentidos, de nuestra receptividad al cien por cien, valorando la apariencia de realidad del sueño como lo que es: una representación virtual. Así sabemos distinguir ambos universos. Pero, ¿qué pasaría si todo fuera un sueño o una pesadilla, y no tuviésemos ningún elemento comparativo para saber distinguir que lo que estamos viviendo es una irrealidad?


Las imágenes consumidas por la población norteamericana (en concreto por su juventud, de la que es representante esta muchacha) llevan a crear el reverso del Paraíso en este mundo, por lo que la bajada a los infiernos del Infierno sólo podría ser vivir en una pesadilla constante, en la tortura perpetua, en el dolor infinito. Su escapatoria de aquel lugar (como si de un zombi, de un muerto viviente se tratara, surgiendo del suelo) no es más que empeorar las cosas: de una muerte segura a manos de un tipo siniestro y torturado que porta un hacha pasa a ser capturada por aquellos que le harán ver la muerte como un mal menor.

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