Sólo en un país como los Estados Unidos se puede
sentir adoración, incluso llegar a crear una cultura (término relativo al
culto) a partir de los asesinos en serie. El personaje del payaso de la
gasolinera, con su atuendo imitando al Tío Sam, es el encargado de presentar y
hacer apología cultural (es decir, apología de este culto) de la liturgia
empleada por los serial killers más
famosos de EE.UU., haciendo del recorrido fantasmagórico por la historia del
crimen y el sadismo de estos individuos una parte indivisible de la cultura de
ese país, como una parte intrínseca a su forma de ser, en la que sin su
presencia no se podría completar la panorámica de un país ultraviolento.
La
incorporación de estos asesinos en un marco que parece navegar entre el museo y
el teatro grandgignolesco (ver
artículo de A.J. Navarro en Dirigido por…
nº 329) supone un distanciamiento entre lo mirado y los que miran (en este caso
los cuatro jóvenes que, algunos más que otros, parecen disfrutar con la
visión). Por eso, cuando son atrapados por la familia de psicópatas, la
cercanía del horror y de la amenaza resultan pesadillescas, como si ellos
fueran parte de esa representación (de hecho convierte a uno de los jóvenes en
una atracción de feria como los muñecos del museo, como uno de esos seres freaks que adornan las estanterías de la
tienda del payaso, por lo que relacionan a éste con la familia de psicópatas
incluso antes de que lo podamos presentir, en los instantes finales de la
cinta), como si ellos mismos se hubieran convertido en parte de esa familia de
autómatas que torturan y matan presos de sus propios impulsos y de su legado
cultural (ya que pertenecen a la familia del Dr. Satán).
La
culminación de la tortura supone meter a los supervivientes en un pozo vestidos
de conejitos, dos referencias que nos llevan a pensar en el mito de Alicia
(realizando Rob Zombie un alarde de reinterpretación del clásico a través de la
visión postmoderna, influida sobremanera por conceptos relativos al heavy, el gore y lo underground).
De hecho, cuando la joven se desprende de su disfraz, lleva puesto otro debajo,
un vestido infantil que remite a la iconografía clásica del personaje de
Alicia, incluso al que el propio Lewis Carroll dibujó. Así, los pasillos subterráneos,
llenos de amenazas, de remedos de las torturas pretéritas, de los cadáveres que
testimonian el pasado violento de la familia, se convierte en la madriguera del
conejo que la llevan hasta la sala principal, allí donde se gesta el verdadero
horror, donde pervive el legado del Dr. Satán en su forma más impresionante,
más vívida para los sentidos, fundamentalmente para la mirada.
Y es que la clave la hemos de atender en la breve
intervención, en el aserto de un hombre negro con un confuso cartel (en el que
menciona a Jesús, el Cielo y el Infierno) y que amenaza directamente al
espectador con una escopeta de cañones recortados. Si en el mito de Alicia la
bajada a las profundidades de su inconsciente nos permite imaginar, a través de
esa “pesadilla blanca”, que su vida real es más que acomodada a tenor de cómo
se pervierte en su imaginación, ¿cómo sería si su realidad fuese realmente un
infierno? Los sueños solo pueden ser tomados como algo relativo a la fantasía por
comparación con lo cortante, lo hirientemente físico de la realidad, ya que
mientras “vivimos” un sueño todo nos parece tan real que llegamos a afirmar
“parecía de verdad”. Sin embargo, afirmamos “parecía”, y no “era”, ya que esta
afirmación la realizamos en plena consciencia, en contacto directo con la
realidad, a la que sabemos identificar como tal a través de la interconexión de
todos nuestros sentidos, de nuestra receptividad al cien por cien, valorando la
apariencia de realidad del sueño como lo que es: una representación virtual. Así
sabemos distinguir ambos universos. Pero, ¿qué pasaría si todo fuera un sueño o
una pesadilla, y no tuviésemos ningún elemento comparativo para saber
distinguir que lo que estamos viviendo es una irrealidad?
Las imágenes consumidas por la población norteamericana
(en concreto por su juventud, de la que es representante esta muchacha) llevan
a crear el reverso del Paraíso en este mundo, por lo que la bajada a los
infiernos del Infierno sólo podría ser vivir en una pesadilla constante, en la
tortura perpetua, en el dolor infinito. Su escapatoria de aquel lugar (como si
de un zombi, de un muerto viviente se tratara, surgiendo del suelo) no es más
que empeorar las cosas: de una muerte segura a manos de un tipo siniestro y
torturado que porta un hacha pasa a ser capturada por aquellos que le harán ver
la muerte como un mal menor.
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