Querida Rosetta:
No sé si te acordarás de mí. Nos conocimos en
el festival de cine de Valladolid, hace ya algunos años. Tú venías de triunfar
en Francia, donde tus papás te habían llevado para presentarte en sociedad, y
les gustaste tanto allí que decidieron darte uno de los más grandes
reconocimientos que ya quisieran para sí muchos de los más prestigiosos
artistas del mundo. Por eso te eligieron para clausurar la SEMINCI, porque
sabían que tu presencia sería un gran motivo de orgullo. Lo que yo ignoraba
antes de que comenzara la proyección era que estaría hoy aquí sentado,
escribiéndote estas líneas de amor y rabia, mi dulce niña.
Se apagaron las luces del Teatro Calderón.
Como en una iglesia, los allí concurridos fuimos apagando nuestras
conversaciones y nuestros móviles al dulce compás de los carraspeos de última
hora. Detrás de la cabecera del festival (una animada lámpara-cafetera)
apareció tu nombre ocupando casi toda la pantalla. Y de repente, sin previo aviso,
apareciste tú de la forma más brusca que se pudiera haber imaginado. Parecía
como si hubiésemos estado de parto y, sin mediar palabra, hubieses decidido por
ti misma que aquello acabase en aborto. Corrías sin parar de un lado a otro
dentro de una factoría. Te perseguían, pero tú te zafabas. Te gritaban, pero tú
lo hacías más alto. Intentaban pararte, pero aquello era como contener un
torrente abierto, una puñalada en una arteria que no se puede dominar si no es
apretando con fuerza, porque eres como cabalgar sobre un potro salvaje,
desbocado, que no conoce la derrota porque nadie le enseñó que se puede vivir
sin ser libre, aunque en el mismo momento de colocar la cabalgadura vivir no
merezca más la pena.
Esta es una lucha desigual, tú ya lo sabes, a
un lado los patronos y al otro los trabajadores, y en medio, rellenando el
abismo, una enorme alambrada jalonada de agentes de seguridad que vigilan una puerta
diminuta por la que entran sólo los escogidos, los más preparados, los más
sumisos. Y si no apruebas el examen de ingreso, si tus capacidades no son las
requeridas, pues de vuelta a tu lado, a esperar el siguiente turno, que hay
mucha cola, todos deseosos de tener su oportunidad, de demostrar su valía, su
docilidad, porque cuanto más cabalgado es el potro, más obediente se vuelve. Se
respira su justicia, que apesta a injusticia. Pero cuanto más tiempo pasa menos
insoportable resulta ese olor: acaba siendo como propio.
Nos enseñó el poeta que bajo el yugo de la
necesidad solo cabe la revolucionaria dictadura de alargar la mano y coger directamente
del árbol. Tú te escondes, y como un primitivo clandestino, usas tus propias
artes, personales e intransferibles, únicas en su solución, y cosechas en el
río. Tu mirada no descansa, ilegal y furtiva, vigilando para que no te pesquen,
como a un pececito. Si tu les agarras pequeños les vuelves a soltar, pero si te
echan a ti el guante… Cada día es muchos días, una aventura, una hazaña, una
gesta, donde la meta, el grial, es la supervivencia en su sentido más básico. Cuando
caes al agua eres toda tú, toda tu vida, como una metáfora viva, queriendo
salir a flote en un medio que no es el tuyo, que te arrastra, que te hunde, que
te quiere ahogar. Cuanto más luchas, cuanto más te mueves, más te vence, y
cuando logras llegar a la orilla miras atrás desde la tierra firme. Piensas que
es mejor estar hundida fuera que flotando dentro. El río te puede reclamar las
vidas que le arrebatas. Pero también sabe escupir los peces más pequeños.
Querida Rosetta, en tu madre hay un vencido.
Se siente cansada. Bebe y olvida. Ya nada importa porque para ella ya no hay
esperanza, y si llegara la solución sería demasiado tarde. Tener que recoger a
tu madre, borracha, rendida, es pura rutina. Te imagino hace tiempo, la primera
vez que lo tuviste que hacer, asustada, perdida, sola, con un saco muerto que
te triplicaba en peso, apestando a desesperación y derrota. Tú eres aún muy
joven, Rosetta. No tienes nada que perder y sí mucho que ganar. Las fuerzas
están casi sin mermar. Pero la rabia por la pérdida de dignidad de tu madre te
hace odiar la vida, la belleza, la naturaleza, tu naturaleza, estar prisionera
en una vida que no has elegido. El ejemplo de tu madre te hace desconfiar de
los hombres, impedir cualquier tipo de relación, evitar cualquier contacto,
físico o sentimental, que te lastre con un peso no querido, no deseado. Amar
sería claudicar, dejar de ser autosuficiente, empezar a cargar con una obligación
que se convierta en lastre. Porque eres mujer, y eso en nuestro mundo puede ser
una maldición. Dios es misógino, y lo creó todo en vuestra contra. En tu
vientre está la fuerza para crear la vida, pero ese milagro de la naturaleza
tiene un alto precio, y por eso hay en tu interior una herida abierta que te
recuerda aquello que a un mismo tiempo es bendición y maldición. Pero esa
herida te hace estar viva, porque mientras se mantenga abierta, mientras la
sangre mane, corra desde tu interior, sabrás que hay un futuro, una esperanza
de salir adelante, de que nada ni nadie te ancle. Sólo te alivia el calor que
nadie te puede dar, que no quieres que nadie te de, porque temes volverte quebradiza,
ser todo aquello que te haría vulnerable.
Querida Rosetta, la ciudad es periférica,
sucia, estéril. Como el campo que rodea el camping donde vives: salvaje,
abrupto, ingrato. Como tú, que eres una rosa, bella, fresca, plena, pero
cubierta de espinas, que te aíslan, te hacen más misteriosa, más inaccesible,
oculta bajo el misterio de tu mirada, tras la máscara de la fortaleza. Pero
vemos que tus pétalos son muy frágiles. Antes de dormir repites tus oraciones.
Es como una hipnosis para creerte lo bueno que te ha pasado, lo mejor que en
los últimos días te has encontrado, pareciendo ver la luz al final del túnel.
Pero no quieres creértelo demasiado pronto, no quieres confiarte, te muestras
recelosa hasta que vuelva a llegar la decepción, la bofetada de lo real. No
encuentras motivos para bailar, para reír, para amar, sólo para sobrevivir.
Pero todo tiene un límite. Las esperanzas pronto se rompen, los sueños pronto
se truncan. La necesidad de ser feliz, de mejorar y salir del pozo chocan una y
otra vez con la imposibilidad de demostrar la valía de unos brazos que
trabajan. Es un mundo sin tecnologías. Sólo sirve la fuerza de trabajo, y cada
vez más precaria, cada vez más barata.
Te aferras a tu trabajo con uñas y dientes,
porque tienes bien sabido que el dinero hace la felicidad, sobre todo cuando no
se tiene. El trabajo es una maldición, pero para ti es la vida. “El trabajo os
hará libres”, rezaban los sofisticados asesinos de hebreos. Y qué triste que lo
hayan sublimado aquellos que de ellos nos libraron. Ser contestatario, ser
luchador, no admitir lo establecido tiene su precio, y tú lo pagas porque
naciste así, porque no quieres doblarte ante la necesidad, no quieres mostrarte
frágil, endeble. Por eso lo que para otros, para nosotros, parece traición,
para ti es pura supervivencia, porque retorcer el cuello a un gorrión no
significa crueldad, sino que hoy habrá algo en la cazuela. La ética o su
ausencia están al margen de tu estómago, porque ese es el único cerebro con el
que dos tercios de este planeta se ha visto obligado a pensar. La buena
voluntad no da de comer. Las buenas acciones no dan de comer. Las buenas
personas no comen. Este sistema obliga a que los semejantes nos matemos entre
nosotros mismos sin impudicia, donde no valen las dobles tintas: hay que
demostrar hasta donde somos capaces de llegar para malvivir, cuánto valen
nuestros sueños. En un ejercicio de sadismo les gusta contemplar qué precio ponemos
a nuestras fantasías, a nuestras esperanzas, pisando a nuestros vecinos, a
nuestros amigos, a nuestros hermanos, a nuestros padres, enfrentándonos a
muerte en un coliseo en el que se exige alguna víctima que manche la arena.
Saben que nos tienen, pero quieren más, y hay que demostrarles hasta qué punto
les somos fieles, hasta qué punto del límite llegaríamos, asomándonos por ellos
al precipicio donde yacen nuestros valores, todo aquella herencia que recibimos
de nuestros padres como un santo tesoro de sabiduría, haciéndonos repetir:
“Odia a tu prójimo como a ti mismo”. Pero la sensación de culpa te invade,
aunque ya no hay marcha atrás, porque lo hiciste por lo que lo hiciste, porque
en la selva el mejor amigo es uno mismo.
Cada vez trabaja más para conseguir menos, y
ya sólo queda la estéril cosecha de la rutinaria consecución de los días.
Enciendes el gas, esperas la muerte, dulce como no lo fue tu vida. Pero la
miseria te puede tanto que la bombona se terminó, y con frialdad te acercas a
por más veneno para aliviarte definitivamente el hambre, para que la llama de
ese gas deje de cocer míseros huevos y haga que en tus huesos florezcan rosas,
Rosetta. Nadie dijo que morir fuese ni fácil ni gratis. Tu suicidio es la larga
agonía de los que viven esa vida, tu vida, la de aquellos a los que se les
entrega pronto la soga para que se la cuelguen al cuello y la paseen toda la
vida hasta que digan basta. Las lágrimas aplacan el sadismo de cualquier buen
corazón, pero no la de los chacales, en cuya dieta incluyen la mirada del
miedo, con la que más se relamen, con la que más disfrutan, lo que hace que la
vida valga para ellos la pena.
Querida Rosetta, quisiera haber saltado a la
pantalla, y acunarte, acariciándote el pelo mientras respiras por última vez la
paz que pronto te librará de todo. Y con el último suspiro repetir tu nombre,
Rosetta, Rosetta, despidiéndote cálidamente del tormento de luchar contra
sombras que se zafan con sorna de tus batallas cotidianas. Pero así no termina.
Así no terminas. Con tu mirada pidiendo clemencia, pidiendo comprensión,
gritando desesperadamente ayuda acaba todo. Hay en el encuentro una esperanza,
quizás inútil, quizás también salvadora. Tus espinas se retraen y muestran al
ser de cristal que eres, que siempre has sido, y te imagino diferente, en otro
mundo, soñando en esta vida como en una pesadilla ajena a ti, lejos de ti. Y la
pantalla de nuevo me aborta, me expulsa súbitamente a este lado, vomitándome
sin respeto a mi realidad. Las manos me queman, la congoja abrasa mi garganta.
Lágrimas y vísceras. Me encontré completamente desnudo, con las entrañas en mi
regazo. Salí de la proyección sin palabras, en el estado autista de quien se
siente culpable de no haberse encontrado antes contigo para poder salvarte,
para haber podido evitar tanta angustia, tanto sufrimiento innecesario. Salgo a
la calle, paseo hasta mi casa. Y por el camino aparecen más rosas, frágiles y
llenas de espinas, curtidas por la desidia de la sociedad a la que pertenezco,
de la que soy y me siento cómplice. Miro hacia otro lado y repito mi propia
pesadilla: Rosetta, Rosetta.
No sé si sigues escribiendo o si revisas los comentarios, pero que maravilla, plasmaste una herida que dejaron las imágenes de los Dardenne en palabras llenas de reconocimiento hacia una de los personajes más interesantes a partir de su lucha diaria.
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