Hay en esta película algo que inevitablemente
me lleva a pensar en Caché (Escondido) (Cache, Michael Haneke, 2005): el pasado que se cuela por una brecha
del presente, provocando una hemorragia con politraumatismo. “Las bases de
nuestra cultura se asientan sobre los pilares de la barbarie”, escribía Walter
Benjamin, un perseguido por el nazismo que optó por tomar ese atajo llamado
suicidio. En su obra, como en estos dos filmes, conviven pasado y presente como
dos malos vecinos: el presente es fluido (plano secuencia), el pasado es
disperso (montaje rápido). Nuestra percepción de la realidad se diluye como un
reloj líquido, mientras que la memoria es un precipitado cúmulo de recuerdos
dispersos. Es entonces cuando el montaje (su formato) se vuelve alegoría, pues
es el tiempo en el que ya prácticamente no existen los testigos directos (no
privilegiados) del Holocausto, y Auschwitz se convierte en el supremo símbolo
del horror. Son sus restos, esas cenizas en las que se convirtieron sus
moradores, las que llegan hasta nuestros días para emborronar nuestra flamante
Historia europea: mientras un tribunal juzga a Klaus Barbie (la TV otorga al
suceso carácter de espectáculo) unas funcionarias tasan el precio del miedo,
del horror, de la denuncia, de la muerte… Si no estuviéramos tan acostumbrados
a esta forma de chantaje tendríamos que vomitar al darnos cuenta de que cuanto
más nos pagan más barato vendemos nuestro culo.
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