Hubo un tiempo en el que el psicoanálisis
estaba tan en boga que se podía considerar una moda. Sigmund Freud conformó con
sus teorías una visión del mundo en el que todo encajaba, donde comportamientos
hasta entonces considerados como delictivos comenzaron a tratarse clínicamente
y donde el «loco» pasó a ser un enfermo. Todo un avance para la humanidad, sin
duda.
Para el cine nació una época de grandes
oportunidades, a sabiendas de que todos y cada uno de los objetos con los que
nos manejamos en la vida cotidiana tienen un significado oculto vinculado con
la represión de la dualidad masculino/femenino que todos nosotros albergamos.
Así, cuchillos, caballos o coches contenían en sí mismos el despliegue de una
virilidad (casi siempre agresiva), mientras que puertas, ventanas o túneles
invitaban a vincular su imagen con la sexualidad femenina. Incluso el estudio
de obras arquitectónicas o de espacios públicos se comenzó a observar desde
estas perspectivas, de lo cual tampoco se pudo librar aspectos tan
cinematográficos como el montaje cinematográfico, cayendo a veces sin remedio
en determinados estereotipos que se tenían que cuadrar con un “La excepción que
confirma la regla”, una frase que nunca he podido entender.
Sin embargo, la euforia pasó y, como siempre
pasa, las sucesivas generaciones fueron renegando de algo que, muy a su
(nuestro) pesar, ha sido parte inherente de nuestra cultura y en cierta medida
ha colaborado a gestarnos como la sociedad que actualmente somos (para bien o
para mal, que cada uno decida). Hoy en día cierta parte de la crítica
cinematográfica tiende a desterrar de sus listas de valoración (un ejercicio
cada vez más inane, en mi opinión, el de los dichosos rankings) determinadas obras que, por abarcar un (a veces) abusivo
y explícito contenido psicoanalítico, son consideradas como antiguallas del
noble arte cinematográfico, crucificando en ocasiones a su autor y condenándole
al ostracismo de un puesto inferior en sus muy sesudas listas. La misma
Historia del Arte está llena de esas fluctuaciones. Sin irnos muy lejos, El
Greco, hoy considerado uno de los baluartes de nuestro patrimonio artístico [1], tuvo que esperar al Romanticismo
para que se le prestase la suficiente valía, estando durante siglos sus obras
olvidadas, cuando no malvendidas o directamente utilizados sus lienzos para que
algún artista más de moda pintara sobre ellos. Algunos, tiempo después, se
tiraron por ello de los pelos.
¿Qué habría sido, por ejemplo, de la obra del
genial Alfred Hitchcock sin las puertas y su dimensión simbólica? Así, a bote
pronto, me viene a la cabeza esa puerta que se cierra en las narices de Claude
Rains en Encadenados (Notorius, 1946), y que parece la tapa de
un ataúd, pues su destino no es otro que la muerte. O las puertas del Motel
Bates en Psicosis (Id., 1960), detrás de las cuales siempre
se encontraba también la muerte, aunque ésta más tangible, más corpórea, más
real. O esa otra que abre Scotty en Vértigo
(De entre los muertos) (Vertigo, 1958) para observar a Maddy en
la tienda de moda y que siempre me fascinó, camuflada detrás de un espejo (otro
de los objetos simbólicos por excelencia) y que parece un «reflejo» (nunca
mejor dicho) de su obsesión.
Hay otras, sin duda, y sería ardua una labor
a la altura de la que Eduardo Villanueva consiguió en el número del pasado mes
de febrero con el tema de los besos (Versión Original, nº 168) en el cine del
mago del suspense, remitiéndonos a cuatro momentos trascendentales en la
filmografía del maestro de origen británico. He dejado para el final aquel que
me interesa por ser un filme muy relacionado con otro del que más tarde me
ocuparé, pues en Rebeca (Rebecca, 1940) también aparece una
puerta que, como casi todas, guarda un misterio al estar permanentemente
vigilada y censurada, ocultando el contenido de una habitación que es el
testimonio vivo de un pasado traumático y que, como los secretos de familia,
pretende permanecer eternamente incorrupta, alejada de miradas extrañas (aunque
fuera la preciosa, candorosa y pánfila mirada de Joan Fontaine).
Ocho años después de la película de Hitchcock
que acabamos de mencionar Fritz Lang rodó Secreto
tras la puerta (Secret Beyond the
Door…, 1948). Ya llevaba casi quince años en Estados Unidos y, después de
unos comienzos duros tras refugiarse allí huyendo del terror nazi (un dato
biográfico que aún no está del todo claro) parece que el genio austriaco
disfrutaba de un buen status en Hollywood. ¿Bueno? Habría que matizar que los
encargos no le faltaban, pues no dejaban de ser eso, encargos, disponiendo él
su talento al servicio de unas historias que en muchas ocasiones no cuadraban
con su coherente carrera. Por ejemplo, ¿hay alguien que se crea el final de Encuentros en la noche (Clash by Nigth, 1952)? Para mí resulta
evidente que ese happy end resulta
totalmente artificioso dentro de la filmografía de Frtiz Lang y que, en cierta
manera, estropea la obra, dejando un regusto amargo al pensar lo que hubiera
sido toda la historia con un final muy diferente, acostumbrados a una Barbara
Stanwyck que metía una caña brutal a todos los machos con los que se enfrentaba
en la pantalla (la mejor femme fatale
que ha poblado la pantalla). ¿Imposición del estudio y/o el productor? Que cada
uno saque sus conclusiones.
Así pues, y con este precedente que parece
más que evidente, ¿qué pasa con una obra como Secreto tras la puerta? Por sus fotogramas corre un tufillo
insoportable, el hedor del productor que desea un éxito y se fija en otros
precedentes: no sólo la mencionada Rebeca,
sino también otra obra de Hitchcock que puede considerarse el paradigma del
relato empapado de psicoanálisis como es Recuerda
(Spellbound, 1945) y sus puertas
dalinianas de configuración amenazante… exactamente igual a la que ilustra los
títulos de crédito de la de Lang [2].
Y es que el cineasta nacido en Viena muestra su mala leche con un detalle muy
significativo: el protagonista es un arquitecto que colecciona habitaciones en
los que se han producido hechos «felices» (felicitous
en el original), entendiendo su esposa que esa «felicidad» (ella se refiere al
término happy) no tiene que ver con
el concepto que su marido le ha dado: aquello que es «apropiado», «justo» o «imaginativo»,
aunque se trate de crímenes, ejecutados éstos de forma tan «adecuada» como la
labor de, precisamente, un arquitecto (esa profesión a medio camino entre lo
técnico y lo artístico). Y, sin embargo, la última habitación, la que se
esconde tras una puerta con el número siete, no es original, sino una copia… ¡y
vacía! Podemos caer en un juego de política ficción, pero nunca tan fascinante
como éste: ¿querría Fritz Lang mandar un mensajito oculto a los responsables
económicos de la película, denunciando que ésta no era más que un burdo fake de otras? Una teoría que, en caso
de ser cierta, engrandecería la figura de un directo sublime.
_______________________
[1] A pesar de ni siquiera haber nacido en nuestro país,
situación que no es privativa de España, pues en Francia consideran a Picasso
como un artista de allí, o como los norteamericanos, atribuyéndose la
paternidad de El Tercer Hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), algo
zoquetes al no saber que ésta es una producción británica. Curiosidades y
contradicciones del nacionalismo, supongo.
[2] Y que posteriormente, en los títulos
finales, desaparecerá, clausurando un falso happy
end, pues los puntos suspensivos que alargan el título original de la
película no hacen más que apuntar en una dirección inconclusa, desbaratando
cualquier atisbo de curación del protagonista masculino, un asesino en potencia
que siempre vivirá con la amenaza permanente de un arrebato.
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