miércoles, 15 de febrero de 2017

EL SECRETO DE LA FELICIDAD




Hubo un tiempo en el que el psicoanálisis estaba tan en boga que se podía considerar una moda. Sigmund Freud conformó con sus teorías una visión del mundo en el que todo encajaba, donde comportamientos hasta entonces considerados como delictivos comenzaron a tratarse clínicamente y donde el «loco» pasó a ser un enfermo. Todo un avance para la humanidad, sin duda.

Para el cine nació una época de grandes oportunidades, a sabiendas de que todos y cada uno de los objetos con los que nos manejamos en la vida cotidiana tienen un significado oculto vinculado con la represión de la dualidad masculino/femenino que todos nosotros albergamos. Así, cuchillos, caballos o coches contenían en sí mismos el despliegue de una virilidad (casi siempre agresiva), mientras que puertas, ventanas o túneles invitaban a vincular su imagen con la sexualidad femenina. Incluso el estudio de obras arquitectónicas o de espacios públicos se comenzó a observar desde estas perspectivas, de lo cual tampoco se pudo librar aspectos tan cinematográficos como el montaje cinematográfico, cayendo a veces sin remedio en determinados estereotipos que se tenían que cuadrar con un “La excepción que confirma la regla”, una frase que nunca he podido entender.

Sin embargo, la euforia pasó y, como siempre pasa, las sucesivas generaciones fueron renegando de algo que, muy a su (nuestro) pesar, ha sido parte inherente de nuestra cultura y en cierta medida ha colaborado a gestarnos como la sociedad que actualmente somos (para bien o para mal, que cada uno decida). Hoy en día cierta parte de la crítica cinematográfica tiende a desterrar de sus listas de valoración (un ejercicio cada vez más inane, en mi opinión, el de los dichosos rankings) determinadas obras que, por abarcar un (a veces) abusivo y explícito contenido psicoanalítico, son consideradas como antiguallas del noble arte cinematográfico, crucificando en ocasiones a su autor y condenándole al ostracismo de un puesto inferior en sus muy sesudas listas. La misma Historia del Arte está llena de esas fluctuaciones. Sin irnos muy lejos, El Greco, hoy considerado uno de los baluartes de nuestro patrimonio artístico [1], tuvo que esperar al Romanticismo para que se le prestase la suficiente valía, estando durante siglos sus obras olvidadas, cuando no malvendidas o directamente utilizados sus lienzos para que algún artista más de moda pintara sobre ellos. Algunos, tiempo después, se tiraron por ello de los pelos.


¿Qué habría sido, por ejemplo, de la obra del genial Alfred Hitchcock sin las puertas y su dimensión simbólica? Así, a bote pronto, me viene a la cabeza esa puerta que se cierra en las narices de Claude Rains en Encadenados (Notorius, 1946), y que parece la tapa de un ataúd, pues su destino no es otro que la muerte. O las puertas del Motel Bates en Psicosis (Id., 1960), detrás de las cuales siempre se encontraba también la muerte, aunque ésta más tangible, más corpórea, más real. O esa otra que abre Scotty en Vértigo (De entre los muertos)  (Vertigo, 1958) para observar a Maddy en la tienda de moda y que siempre me fascinó, camuflada detrás de un espejo (otro de los objetos simbólicos por excelencia) y que parece un «reflejo» (nunca mejor dicho) de su obsesión.

Hay otras, sin duda, y sería ardua una labor a la altura de la que Eduardo Villanueva consiguió en el número del pasado mes de febrero con el tema de los besos (Versión Original, nº 168) en el cine del mago del suspense, remitiéndonos a cuatro momentos trascendentales en la filmografía del maestro de origen británico. He dejado para el final aquel que me interesa por ser un filme muy relacionado con otro del que más tarde me ocuparé, pues en Rebeca (Rebecca, 1940) también aparece una puerta que, como casi todas, guarda un misterio al estar permanentemente vigilada y censurada, ocultando el contenido de una habitación que es el testimonio vivo de un pasado traumático y que, como los secretos de familia, pretende permanecer eternamente incorrupta, alejada de miradas extrañas (aunque fuera la preciosa, candorosa y pánfila mirada de Joan Fontaine).

Ocho años después de la película de Hitchcock que acabamos de mencionar Fritz Lang rodó Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door…, 1948). Ya llevaba casi quince años en Estados Unidos y, después de unos comienzos duros tras refugiarse allí huyendo del terror nazi (un dato biográfico que aún no está del todo claro) parece que el genio austriaco disfrutaba de un buen status en Hollywood. ¿Bueno? Habría que matizar que los encargos no le faltaban, pues no dejaban de ser eso, encargos, disponiendo él su talento al servicio de unas historias que en muchas ocasiones no cuadraban con su coherente carrera. Por ejemplo, ¿hay alguien que se crea el final de Encuentros en la noche (Clash by Nigth, 1952)? Para mí resulta evidente que ese happy end resulta totalmente artificioso dentro de la filmografía de Frtiz Lang y que, en cierta manera, estropea la obra, dejando un regusto amargo al pensar lo que hubiera sido toda la historia con un final muy diferente, acostumbrados a una Barbara Stanwyck que metía una caña brutal a todos los machos con los que se enfrentaba en la pantalla (la mejor femme fatale que ha poblado la pantalla). ¿Imposición del estudio y/o el productor? Que cada uno saque sus conclusiones.


Así pues, y con este precedente que parece más que evidente, ¿qué pasa con una obra como Secreto tras la puerta? Por sus fotogramas corre un tufillo insoportable, el hedor del productor que desea un éxito y se fija en otros precedentes: no sólo la mencionada Rebeca, sino también otra obra de Hitchcock que puede considerarse el paradigma del relato empapado de psicoanálisis como es Recuerda (Spellbound, 1945) y sus puertas dalinianas de configuración amenazante… exactamente igual a la que ilustra los títulos de crédito de la de Lang [2]. Y es que el cineasta nacido en Viena muestra su mala leche con un detalle muy significativo: el protagonista es un arquitecto que colecciona habitaciones en los que se han producido hechos «felices» (felicitous en el original), entendiendo su esposa que esa «felicidad» (ella se refiere al término happy) no tiene que ver con el concepto que su marido le ha dado: aquello que es «apropiado», «justo» o «imaginativo», aunque se trate de crímenes, ejecutados éstos de forma tan «adecuada» como la labor de, precisamente, un arquitecto (esa profesión a medio camino entre lo técnico y lo artístico). Y, sin embargo, la última habitación, la que se esconde tras una puerta con el número siete, no es original, sino una copia… ¡y vacía! Podemos caer en un juego de política ficción, pero nunca tan fascinante como éste: ¿querría Fritz Lang mandar un mensajito oculto a los responsables económicos de la película, denunciando que ésta no era más que un burdo fake de otras? Una teoría que, en caso de ser cierta, engrandecería la figura de un directo sublime.

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[1] A pesar de ni siquiera haber nacido en nuestro país, situación que no es privativa de España, pues en Francia consideran a Picasso como un artista de allí, o como los norteamericanos, atribuyéndose la paternidad de El Tercer Hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), algo zoquetes al no saber que ésta es una producción británica. Curiosidades y contradicciones del nacionalismo, supongo.

[2] Y que posteriormente, en los títulos finales, desaparecerá, clausurando un falso happy end, pues los puntos suspensivos que alargan el título original de la película no hacen más que apuntar en una dirección inconclusa, desbaratando cualquier atisbo de curación del protagonista masculino, un asesino en potencia que siempre vivirá con la amenaza permanente de un arrebato.

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