Hay en este filme una reincidencia por parte
del realizador de origen armenio en la contextualización de los niveles de
representación (por la película desfilan todo tipo de imágenes captadas por
aparatos con los que hemos aprendido a convivir: teléfonos móviles, ordenadores
portátiles, etc.) que en principio (y sólo en principio) registran esa
entelequia llamada «realidad», y que en principio (y sólo en principio) parecen
configurar nuestra memoria presente. Y es que estamos ente una de las
constantes de Egoyan a lo largo de su filmografía, que es la manera en la que
los recuerdos (re)construyen nuestra percepción de pretéritas realidades, y la
suma de esas “memorias” es la que otorgan el contexto propicio para evocar el
pasado. Sin embargo, allí donde filósofos con Jacques Derrida proponían la suma
de las partes para alcanzar un todo inaprensible, Egoyan parece querer decirnos
que ni aun así, pues la polarización de la mirada (es sintomáticamente
alegórica la imagen de decenas de cuadrículas en la pantalla del portátil, cada
una de ellas como continente de un video-chateador que vierte su opinión sobre
el tema a debate de la película) es la suma de células aisladas en el
maremágnum de la cuestión. Es a través de la farsa, de la representación
teatral, de la pantomima que cada uno de los personajes parecen encontrar su
sitio, adquirir esa personalidad que no pueden alcanzar a través de su yo real,
un cortafuegos en el dispositivo de las relaciones humanas. Es precisamente
cuando las máscaras caen cuando cae la propia película, pues los últimos quince
minutos se disuelven como un azucarillo ante el café caliente, remitiéndonos a
unas conclusiones que, por su sentido positivo, se tornan en la mayor falsedad
del filme.
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