¿Cómo puede ser posible que en un festival al que se presentan obras maestras como El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman), Don Quijote (Don Quichotte, Grigori Kozintsev), Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, Federico Fellini) o Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamne a mort s'est echappé, Robert Bresson) acabe ganando una película como La gran prueba (Friendly persuasion, William Wyler)? Al igual que el título de la película de Bresson, a nosotros también se nos escapa. Sin embargo, nuestra pasión por el cine de autor europeo no nos debería distraer de nuestro cometido: analizar y comentar la obra citada, más allá de lo justos o injustos que resultan los palmareses y de que el paso del tiempo haya tratado de mejor manera a las perdedoras que a la ganadora.
Como hace muy poco
tiempo me comentaba mi gran amigo y colega Enrique Pérez, sería apropiado hacer
un exhaustivo análisis sobre el cambio de los títulos originales, sobre todo si
tenemos en cuenta las barbaridades que nos han llegado de las décadas de los
40, 50 y 60 (aunque hoy en día alguna se sigue cometiendo). De La gran
prueba habría que decir que incluso su título en francés, La loi du
Signeur (literalmente, La ley del Señor), resulta algo
ridículo en comparación con la profundidad y la complejidad de su título
original, en el que el término “persuasion” no sólo alude a la capacidad de
convencer, sino además a todo aquello que tenga que ver con el credo, la
religión o lo sectario. La condición de cuáqueros de la familia protagonista
queda, por lo tanto, plenamente integrada en el sentido del título, pues en el
cumplimiento de esta religión se encuentra el pleno convencimiento del
pacifismo y de la no violencia, es decir, ese “freandly” que se incluye como
adjetivo de la persuasión.
Nos encontramos
ante una película en la que durante los primeros noventa minutos se nos
muestran las contradicciones sobre los duros preceptos de una ideología tan
férrea como la de los cuáqueros a través de una serie de situaciones cómicas, a
veces incluso hilarantes, y su puesta en escena es, a pesar de lo que hoy nos
podría parecer (sobre todo si tenemos en cuenta la zafiedad de actuales
ejemplos como Vaya par de idiotas –Kingpin,
Peter y Robert Farrelly, 1996-), un prodigio de elegancia y buen gusto, sin
faltar en ningún momento al respeto de ninguna sensibilidad. Lo único que pasa
en esta serie de situaciones es que una serie de dogmas se enfrentan a una
condición humana como es la de disfrutar de la vida, algo que la religión de
los cuáqueros (y por extensión el resto de religiones) suelen etiquetar como
pecaminoso. Sin embargo, la gran maestría de Wyler se encuentra en saber
diferenciar entre aquello que realmente resulta una “ofensa para Dios” y lo que
no dejan de ser formas de control del individuo, ya que la paulatina
introducción de elementos “subversivos” en el hogar (la música, la diversión,
el amor carnal, etc.) no sólo no desmiembran a la familia, sino que llegan a
actuar como aglutinante, mientras que, por otro lado, algo tan aterrador como
la guerra, a pesar de ser una lucha para librar al hombre de la esclavitud
(recordar que la acción se desarrolla en plena Guerra Civil americana y algunos
de los miembros de la comunidad cuáquera deciden luchar en el bando yankee),
acaba hundiendo al individuo en el peor de los crímenes: el asesinato de un
semejante.
Es esa forma de
“convencer amigablemente” la que, llevada hasta sus últimas consecuencias, hace
que se logren los propósitos que se quieren llevar a cabo: tras comprar un
harmonio sin el consentimiento de su mujer, el padre de familia acaba por
convencerla tras una noche de romanticismo (y algo más); tras el asalto de los
confederados a la granja familiar, la mujer de la casa, sin el amparo de los
hombres, logra capear a los asaltantes con un buen recibimiento y mucha
diplomacia, aunque el ataque que hacen los rebeldes a su ganso favorito se
zanje con los escobazos que su dueña les propina, saltándose ella su ideología
de no violencia y demostrándose así con una escena llena de sencillez aquello
que William Wyler se proponía demostrar sobre las causas y sus consecuencias: a
veces merece la pena saltarse unos cuantos principios, siempre y cuando los
frutos sean dignos de ser recogidos.
(artículo
aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine, en un dossier especial dedicado a las palmas de oro del festival de Cannes, en abril de 2008)
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