domingo, 5 de febrero de 2017

EL DELITO DE SER UN NIÑO




“Toda mi vida he pintado el mismo cuadro” (Antonio Saura). La repetición, la iteración de elementos y contenidos, la seriación… Una forma de entender el arte que lo liga con lo industrial, con el concepto de lo manufacturado. Así llegan hasta nosotros todas y cada una de las experiencias cinematográficas de los hermanos Dardenne: todas parecen ser la misma película, todas parecen contener los mismos personajes, todas parecen poseídas del mismo espíritu de rabia. Pero cada una de ellas nos habla de un drama distinto, aunque el paisaje prácticamente no varíe: seres sin pasado y sin futuro, anclados en un  eterno purgatorio (¿o el Papa ya lo había eliminado, y con él las almas que contenía?) de desesperanza, de angustia, de supervivencia, en los límites marcados entre la vorágine depredadora y caótica de una ciudad retroalimentada en sus necesidades y esa gran tienda al aire libre que es el campo, de donde una vez el ser humano salió y a donde ya no puede regresar, desterrado a perpetuidad de ese paraíso al alcance de la mano.

El niño es una muestra más de ese patrio trasero de la Europa reluciente y resplandeciente. “Mapa moral de la adolescencia rota” [1], del dolor ajeno, del grito mudo y permanente, que muestra “los cánceres convenientemente disimulados en una de las sociedades occidentales más avanzadas” [2], en un sistema implacablemente perverso que forja férreas barreras (a la vez visibles e invisibles) entre el confort y el desamparo.


Cualquier otro hubiera hecho un drama épico ante la circunstancia de que un adolescente venda a su recién nacido hijo, pero no los Dardenne. Ellos no juzgan, tan sólo muestran. No es un síntoma de ambigüedad, sino de compromiso con la verdad que emana de la distancia, tan necesaria para formar espectadores libres, autoconscientes, críticos y emancipados, que se pongan en la piel del otro para encontrarse con el personaje en toda su complejidad, con todas sus contradicciones.
En el mundo retratado por los Dardenne, trágicamente presente en cualquier ciudad de Europa, no hay sitio para la adolescencia, cercenada a golpe de bisturí por las duras circunstancias vitales a las que sus criaturas se enfrentan. Por eso, el niño al que se alude en el título nos hace pensar sobre todo en Bruno, el protagonista de la cinta. Su actitud ante su hijo recién nacido no es la de quien huye de las responsabilidades, sino de aquel que está imposibilitado para aceptarlas por no pertenecer al orden que se le quiere imponer. Parece ser que en su vida no hay transiciones, sino duros golpes evolutivos, pasando de la infancia a la madurez sin alternativa posible. Sus ojos le delatan: no hay maldad, no hay intencionalidad, sino afán de supervivencia, puro instinto primitivo para salir a flote de unas aguas gélidas de las que no todos salen airosos. El futuro se reduce a lo inmediato, y la esperanza de vida no llega más allá de mañana por la mañana, cuando se salga a un nuevo día y se pregunte con qué delito podrá sobrevivir en las próximas horas.
Viendo el estado de las cosas, parece ser que a los Dardenne no se les agotarán los argumentos para sus películas durante mucho, mucho tiempo.

(artículo aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine, dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)

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[1] Quim Casas: “Naturalismo espiritual”, Dirigido por… nº 351 (Diciembre 2005), p. 20.

[2] Jaime Natche: “La textura social”, Letras de Cine, nº 10 (2006), pp. 51-55.

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