Godard sin prólogos. Godard sin presentaciones.
Godard en estado puro. Sólo él podía hacer, en estos tiempos que corren, una
película dedicada al amor, un canto a ese sentimiento, con todas sus
complejidades, en su total dimensión.
Los cineastas más veteranos (Rohmer, Vardá, Bergman,
Oliveira…) parecen ser los más jóvenes. “A los ocho años pintaba como Goya. He
necesitado toda la vida para pintar como un niño” (Picasso). Es la experiencia,
el bagaje, aquello que atesoramos por pura acumulación vital lo que nos hace,
paradójicamente por el grado de contaminación conceptual, limpiar la mirada,
observar en un estado más prístino que cuando éramos simples esponjas esperando
absorber lo ignoto, lo innombrable.
¿Qué es el amor? Nadie lo sabe. Nadie ha encontrado la
respuesta. “Tesis+antítesis=síntesis” (dialéctica hegeliana). Es el todo y sus
partes, el ser y el no-ser, la verdad y la mentira, la esencia y su contrario.
Un niño vestido de hombre mayor (o un anciano con mirada infantil… como
cualquier anciano) alza la voz en medio de la muchedumbre, del ruido
ensordecedor, mostrando, como un viejo profesor a vuelta de todo, que todo es
relativo en un mundo empeñado en presentar términos absolutos. “No estamos en
contra de la guerra, sino de su guerra” (La
chinoise). La gloria y la decadencia, el bien y el mal, el desafío y la
perdición, la esperanza y el desencuentro… Todo ello es amor. “La medida del
amor es amar sin medida” (San Agustín).
En una época ecléctica, sin definir, colmada de
interrelaciones, aquí está Elogio del
amor. No es una ópera, ni un poema, ni un filme de ficción, ni un ensayo de
filosofía. Y, al mismo tiempo, lo es todo. ¿Por qué limitarnos a un solo
aspecto? ¿Por qué tener que elegir, si tenemos al alcance de la mano aquello
que queremos y necesitamos? Es el camino emprendido en Histoire(s) du cinema, una elección identificable, personal, un
viaje al centro de un ser capaz de albergar en sí mismo la Historia de la
propia humanidad.
La identidad es la suma del pasado más la memoria.
Muchos pueblos son condenados al ostracismo de los libros de texto, negándoles
su pasado. Otros, como esta Europa, tratan de aniquilar los vestigios de lo
pretérito para crear un presente más ominoso. “La nostalgia de la barbarie es
la última palabra de cada civilización” (E. M. Cioran). “Cada cultura se
sustenta sobre los pilares de la barbarie” (Walter Benjamín). El esplendor de
nuestros días está manchado por la persistencia de la vergüenza. Al tratar de
aniquilar ese sentimiento salpicamos de ignominia al propio amor, enterrando
muy abajo nuestra propia identidad. “La memoria tiene derechos, no
obligaciones”, se atreve a aseverar uno de los personajes, para más tarde oírse
“No puede haber resistencia sin memoria o universalidad”. ¿Resistencia ante
qué, ante quién? Sin duda ante la muerte, la forma más inflexible del amor. Y
ante el olvido, atroz mascarada utilizada para ignorar quiénes somos. El cine
cumple así su cometido: persistencia en el tiempo, aletargando su imparable
devenir, implacable destructor de la memoria. No es la lección de un viejo
profesor a vuelta de todo escrita sobre una pizarra: es una caja de Pandora
abierta de par en par, arrasando nuestras conciencias con una profunda carga de
verdad.
(artículo aparecido en la revista digital de
crítica cinematográfica Miradas de Cine,
dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)
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