En una de las secuencias iniciales de la
película, un joven médico alemán que ha llegado (se supone) por vocación a
Colombia, está extrayendo en un quirófano una bala a un sicario. Lo realmente
interesante de la situación es el contexto: las paredes pintadas de verde
pistacho; de fondo, en la radio, una ranchera preciosa (creo que cantada por
María Dolores Pradera); un virgen (que más bien parece un adorno navideño)
preside la operación; la sangre chorreando sobre las deportivas del doctor,
quien por su inexperiencia tarda un huevo en realizar la intervención. Conclusión:
un arranque tan alto solo puede suponer que el resto de la cinta tiene que
irremediablemente ir para abajo. Y es que estamos ante otro ejemplo (uno más)
de eso que se podría denominar como “cine de favela”, con lo cual llega un momento en el que comienzan a
desfilar ante nuestros ojos otras películas, comandadas fundamentalmente por Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, 2002). Hay un momento en el que
la película podría haber dado un giro interesante, aquel en el que el joven
alemán cena con sus compañeros y sus esposas, donde parece abrirse una nueva
vía en la que se critica que al lado de la realidad más cruel parece habitar la
frivolidad más implacable. Sin embargo, es algo fugaz, pues inmediatamente se
vuelve sobre nuestros pasos para adentrarnos en el folklorismo de chabolas,
rateros y matones. Es la comodidad de basarse en hechos reales, que luego no
admiten ni crítica ni réplica.
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