martes, 7 de febrero de 2017

UNA MIRADA SHAKESPEARIANA DE LA MITOLOGÍA EN HOLLYWOOD




“A largo de los tiempos, los hombres han hecho la guerra. Unos por poder, otros por gloria o por honor - y algunos por amor.” Con esta frase, pronunciada por boca de Ulises (Odisseus, Sean Bean), comienza la película. Vemos la cámara avanzar entre unos árboles y detenerse en una panorámica donde momentos después se desarrollará una batalla, algo particular para nuestra mirada moderna (¿y si todas las guerras se hicieran de esta manera, cuántas vidas se salvarían?). Y ya desde el principio, de esta manera, el film nos introduce elementos que superan la propia narración que cuenta la película, ya que si la historia nos es relatada por Ulises, nos estamos alejando paulatinamente de cualquier pretensión de fidelidad a los que pasó, a la realidad, a lo documental, ya que es la mirada subjetiva de un hombre, un individuo, un rey guerrero, la que nos sirve como guía. Una mirada desde el reposo del guerrero que, tras sus peripecias para regresar a su hogar en Ítaca al lado su mujer Penélope tras la guerra de Troya aquí contada, acontecimientos recogidos en La Odisea de Homero, puede descansar y revisar lo vivido. Una mirada cargada, por tanto,  de mitos, héroes, dioses y semidioses. Es decir, la quintaesencia del relato mítico.

Lo dicho anteriormente parece una obviedad, pero es necesario recordarlo. La razón es los contínuos ataques que está sufriendo Troya frente a toda una retahíla de críticos de todo el mundo que no entienden cómo esta película se permite el lujo de no ser fiel a la historia original, a la narración ya establecida de los supuestos acontecimientos en torno al rapto de la reina Helena y el posterior cerco y conquista de la hasta entonces inexpugnable ciudad de Troya. Creo que es un tremendo error fundamentar críticas en ese sentido. Han sido muchas las conversaciones de los miembros de esta revista en cuanto al tema de la fidelidad a la historia (o a la Historia) en el mundo de la cinematografía. Un film no es más grande cuanto mayor es su proximidad a la lealtad con los textos originales. Una película es grande cuando sabe sacar provecho de una historia ya existente y la transforma en un nuevo concepto, más poderoso, con mayor profundidad y trascendencia. Lo que se tome del original puede llegar a ser intrascendente y es decisión del director y de los guionistas para llegar al punto que les interesa contar. Y, si no, como mero ejemplo, citar casos como el de Hitchcock, Orson Welles o cada uno de los directores que han realizado alguna de las adaptaciones del libro de Bram Stoker Drácula. En ninguno de los casos la calidad de la película depende de su fidelidad al original, y en la mayoría de ellos la relación es más bien inversa.


Partiendo de este punto de vista diremos que la historia original se ha enriquecido con una serie de elementos que han permitido desarrollar más el relato en muchos niveles. Aludíamos en el título de este análisis a William Shakespeare, y es más que evidente que la sombra del dramaturgo inglés planea sobre toda la cinta, aunque también hay que decir que nadie se hubiera resistido a ello, ya que los propios hechos así lo demandaban. En un relato en el que los reyes y las reinas, los héroes, los semidioses, los dioses (que aquí han desaparecido por criterios absurdos, como que el público actual no los comprendería: ¿es que la mítica de El Señor de los Anillos ha sido incomprendida, ha fracasado?), conviven en un entorno hostil, el mundo de la tragedia, de la lealtad, la venganza y los amores imposibles de Shakespeare viene como anillo al dedo. Y sobre todo, como decíamos en la introducción, cuando los personajes se han engrandecido gracias a la manipulación de los guionistas, adquiriendo relevancia sus actitudes frente a sus hechos.

El film se centra en la figura de Aquiles (Achilles, Brad Pitt), un acierto inmejorable, ya que en un momento determinado de la película se dice explícitamente que el rapto de Helena (Helen, Diane Kruger) por Paris (Paris, Orlando Bloom) (secuestro aquí convertido en fuga y que es lo central en la historia original) es ya intrascendente, ya que el objetivo de todo el despliegue del ejército griego es la conquista de Troya, no la salvaguarda del marido de Helena y rey de Esparta Menalao (Menalaus, Brendam Gleeson). Aquiles es un guerrero en sentido puro. No es un siervo de nadie, sino un mercenario que presta su fuerza junto con sus soldados (una especie de guerreros de élite, los GEOS del Egeo, si se me permite el juego de palabras) a quien mayor gloria pueda proporcionarle. Por eso en la primera batalla de la película, justo después de las palabras introductorias de Ulises, Aquiles le reprocha a Agamenón (Agamemnon, Brian Cox) lo bonito que sería ver a un rey luchar por su pueblo. Aquí ya se empieza a introducir una de las claves de la película y uno de los elementos destacados de la historia: el uso que hace el poder de todo cuanto le rodea, ya sean sus ejércitos, sus guerreros más destacados, sus héroes, las alianzas o la religión. Durante todo el metraje hay un tira y afloja entre Agamenón y Aquiles. El rey de Mecenas sabe lo que quiere del héroe semidiós, pero no cómo obtenerlo, ya que en su torpe codicia utiliza el camino más corto. Intenta doblegar a Aquiles con la imposición, sin darse cuenta de que éste desprecia el poder, ya que lo único que desea es la inmortalidad a través de sus gestas. 


Este concepto es desarrollado tres veces de forma directa. La primera, en la primera batalla. Un niño es enviado a buscarle porque no aparece ante el reto del ejército enemigo. Cuando marcha, el niño le advierte de lo grande y poderoso que parece su rival. Él no se atrevería nunca a luchar contra él. Aquiles le reprocha que por eso su nombre nunca trascenderá. La segunda se produce en una conversación con su madre, la diosa Tetis (Thetis, Julie Christie). Ésta aparece en la orilla del mar, recogiendo pequeñas conchas con las que hacer un collar a su hijo: una forma preciosa y muy humana de presentarla. En esta conversación, Tetis le da dos opciones: permanecer en su tierra, casarse, tener hijos y nietos, y morir. La paz y la tranquilidad de la familia. Pero su precio es alto para Aquiles: su nombre se perderá en el tiempo. La segunda de las opciones: marchar a la guerra, conquistar Troya y que sus gestas se recuerden durante miles de años (como, de hecho, así sucede 3.200 años después). Por último, en una conversación con la cautiva Briseia (Briseis, Rose Byrne), sobrina del rey de Troya Príamo (Priam, Peter O’Toole). Aquiles, para ganarse su confianza, la cuenta un secreto: los dioses envidian a los humanos, porque para nosotros cualquiera puede ser nuestro último momento, las cosas son más bellas, porque somos mortales. Sobre estos tres momentos se asienta la personalidad de Aquiles, un ser que, al ser un semidiós, no es ni totalmente humano ni totalmente divino, que vive permanentemente con la amenaza de no ser digno de su origen eterno (por parte de su madre, un notable complejo de Edipo, por tanto), y que está atormentado por la mortalidad que supone no trascender en la Historia. Por eso en la batalla es el ariete, la vanguardia, el más temerario. La mortalidad no le importa, porque la verdadera muerte es el olvido. Por eso envidia a su “padre”, Agamenón, ya que a pesar de no ser su progenitor, actúa en su inconsciente como la amenaza de un hombre que ya es eterno por sus gestas y su poder. El final de Agamenón será su codicia y será ejecutado a manos de Aquiles y su amante. ¿Es o no shakesperiano?

Por otra parte se encuentra el mundo de los troyanos, donde también encontramos numerosos elementos ricos y dignos de ser analizados. Su rey, Príamo, es un hombre venerable, que ha mantenido a su pueblo libre de cualquier invasión por su saber hacer y su sabiduría. Pero el final de sus días están llenos del oscurantismo de la religión. No hay que perturbar a los dioses y hay que actuar según las señales que los adivinos interpretan, lo que desencadenará el final de Troya, ya que se toman decisiones incorrectas, precipitadas por lo que supuestamente los dioses desean. Los griegos hacen creer a los troyanos que se retiran por un brote de peste en su campamento, dejando un gran caballo de madera como exvoto a Neptuno. Paris quiere quemarlo, pero el rey, aconsejado por sus sacerdotes, decide llevarlo murallas adentro. Lo demás ya es sabido. Otro ejemplo: un águila con una serpiente en sus garras es señal inequívoca de que la suerte están con ellos. Sin embargo, el príncipe Héctor (Hector, Eric Bana) tiene una mentalidad más realista, ya que sus decisiones pertenecen al mundo militar. Esta mala decisión de su padre provocará la confusión de Héctor en el campo de batalla, matando por error al primo de Aquiles, quien se vengará a su vez matando al propio Héctor en duelo. En este punto de la película se nos transmite también un concepto: Héctor y Aquiles no son rivales per se, sino distintas caras de la misma moneda. Son dos guerreros y se dedican a su profesión en cuerpo y alma. Que Aquiles sirva a los griegos y Héctor a los troyanos puede parecer en principio un hecho intrascendente. Están hechos para guerrear, y sus decisiones no se basan en supercherías ni ardides políticos. Justo antes del duelo se les ve vestirse con sus armaduras. El montaje paralelo permite observarles como iguales, como almas gemelas, como al mismo hombre con distintos rostros. Cuando Aquiles mata a Héctor acaba con una parte de sí mismo. No ha actuado con dignidad, sino movido por la venganza. Sus actos ya no son los de alguien que quiere ser únicamente recordado por su valor. Cuando el rey Príamo entra de incógnito en el campamento griego para recuperar el cadáver de su hijo y hacerle un entierro digno (para entregar al príncipe Héctor las dos monedas de oro con las que pagar al barquero Caronte para que le cruce el lago Estigia), Aquiles no puede por menos que arrodillarse ante el cadáver de su enemigo y llorar. La ceguera le ha empujado al deshonor y sólo el amor que siente por Briseia le puede redimir. La dejará marchar con Príamo para luego buscarla en la asediada Troya, lo que propiciará su muerte: se arrodillará ante su amada, dejando al descubierto su punto débil, su talón, por donde entrará la flecha de Paris.


También este último personaje, Paris, se ve engrandecido en sus dimensiones en la película. Es un efebo que se ha dedicado toda su corta vida a cortejar damas. Ya que no sabe hacer otra cosa, sus escarceos se convierten en capricho al conocer a Helena. La invita a escaparse con él, sin la menor consideración para con su pueblo, su padre y su hermano, que han trabajado duramente la paz con Esparta. Nunca ha luchado. No ha visto morir a nadie en el campo de batalla ni ha matado a ningún hombre con sus manos. No conoce esa dimensión de la vida. Su relación en este plano con su hermano Héctor parece como si fuera el mito de los dos budas: el príncipe Sidhartra, ajeno al dolor y la muerte, y su posterior conversión en Buda, el que conoce la sabiduría y la verdad. En su reto con el rey Menelao por Helena está a punto de morir. Pero escapa a gatas a refugiarse entre las piernas de su hermano, quien debe acabar con la vida del rey de Esparta. Curiosamente, es el único en sobrevivir, junto con su prima Briseia y su cuñada Andrómana (Andromache, Saffron Burrows). Moraleja: los valientes no vuelven de la batalla, sino los cobardes. La prudencia no es digna de los grandes guerreros, de los héroes, ya que ellos forjan su leyenda con palabras escritas de inmortalidad. Unas nuevas palabras de Ulises cierran la narración.

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