“A largo de los tiempos, los
hombres han hecho la guerra. Unos por poder, otros por gloria o por honor - y
algunos por amor.” Con esta frase, pronunciada por boca de Ulises (Odisseus, Sean Bean), comienza la
película. Vemos la cámara avanzar entre unos árboles y detenerse en una
panorámica donde momentos después se desarrollará una batalla, algo particular
para nuestra mirada moderna (¿y si todas las guerras se hicieran de esta
manera, cuántas vidas se salvarían?). Y ya desde el principio, de esta manera,
el film nos introduce elementos que superan la propia narración que cuenta la
película, ya que si la historia nos es relatada por Ulises, nos estamos
alejando paulatinamente de cualquier pretensión de fidelidad a los que pasó, a
la realidad, a lo documental, ya que es la mirada
subjetiva de un hombre, un individuo,
un rey guerrero, la que nos sirve como guía. Una mirada desde el reposo del
guerrero que, tras sus peripecias para regresar a su hogar en Ítaca al lado su
mujer Penélope tras la guerra de Troya aquí contada, acontecimientos recogidos
en La Odisea de Homero, puede
descansar y revisar lo vivido. Una mirada cargada, por tanto, de mitos, héroes, dioses y semidioses. Es
decir, la quintaesencia del relato mítico.
Lo dicho anteriormente parece una obviedad,
pero es necesario recordarlo. La razón es los contínuos ataques que está
sufriendo Troya frente a toda una
retahíla de críticos de todo el mundo que no entienden cómo esta película se
permite el lujo de no ser fiel a la historia original, a la narración ya
establecida de los supuestos acontecimientos en torno al rapto de la reina
Helena y el posterior cerco y conquista de la hasta entonces inexpugnable
ciudad de Troya. Creo que es un tremendo error fundamentar críticas en ese
sentido. Han sido muchas las conversaciones de los miembros de esta revista en
cuanto al tema de la fidelidad a la historia (o a la Historia) en el mundo de
la cinematografía. Un film no es más grande cuanto mayor es su proximidad a la
lealtad con los textos originales. Una película es grande cuando sabe sacar
provecho de una historia ya existente y la transforma en un nuevo concepto, más
poderoso, con mayor profundidad y trascendencia. Lo que se tome del original
puede llegar a ser intrascendente y es decisión del director y de los
guionistas para llegar al punto que les interesa contar. Y, si no, como mero
ejemplo, citar casos como el de Hitchcock, Orson Welles o cada uno de los
directores que han realizado alguna de las adaptaciones del libro de Bram
Stoker Drácula. En ninguno de los
casos la calidad de la película depende de su fidelidad al original, y en la
mayoría de ellos la relación es más bien inversa.
Partiendo de este punto de vista diremos que
la historia original se ha enriquecido con una serie de elementos que han permitido
desarrollar más el relato en muchos niveles. Aludíamos en el título de este
análisis a William Shakespeare, y es más que evidente que la sombra del
dramaturgo inglés planea sobre toda la cinta, aunque también hay que decir que
nadie se hubiera resistido a ello, ya que los propios hechos así lo demandaban.
En un relato en el que los reyes y las reinas, los héroes, los semidioses, los
dioses (que aquí han desaparecido por criterios absurdos, como que el público
actual no los comprendería: ¿es que la mítica de El Señor de los Anillos ha sido incomprendida, ha fracasado?),
conviven en un entorno hostil, el mundo de la tragedia, de la lealtad, la
venganza y los amores imposibles de Shakespeare viene como anillo al dedo. Y
sobre todo, como decíamos en la introducción, cuando los personajes se han
engrandecido gracias a la manipulación de los guionistas, adquiriendo
relevancia sus actitudes frente a sus hechos.
El film se centra en la figura de Aquiles (Achilles, Brad Pitt), un acierto
inmejorable, ya que en un momento determinado de la película se dice
explícitamente que el rapto de Helena (Helen,
Diane Kruger) por Paris (Paris,
Orlando Bloom) (secuestro aquí convertido en fuga y que es lo central en la
historia original) es ya intrascendente, ya que el objetivo de todo el
despliegue del ejército griego es la conquista de Troya, no la salvaguarda del
marido de Helena y rey de Esparta Menalao (Menalaus,
Brendam Gleeson). Aquiles es un guerrero en sentido puro. No es un siervo de
nadie, sino un mercenario que presta su fuerza junto con sus soldados (una
especie de guerreros de élite, los GEOS del Egeo, si se me permite el juego de
palabras) a quien mayor gloria pueda proporcionarle. Por eso en la primera
batalla de la película, justo después de las palabras introductorias de Ulises,
Aquiles le reprocha a Agamenón (Agamemnon,
Brian Cox) lo bonito que sería ver a un rey luchar por su pueblo. Aquí ya se
empieza a introducir una de las claves de la película y uno de los elementos
destacados de la historia: el uso que hace el poder de todo cuanto le rodea, ya
sean sus ejércitos, sus guerreros más destacados, sus héroes, las alianzas o la
religión. Durante todo el metraje hay un tira y afloja entre Agamenón y
Aquiles. El rey de Mecenas sabe lo que quiere del héroe semidiós, pero no cómo
obtenerlo, ya que en su torpe codicia utiliza el camino más corto. Intenta
doblegar a Aquiles con la imposición, sin darse cuenta de que éste desprecia el
poder, ya que lo único que desea es la inmortalidad a través de sus gestas.
Este concepto es desarrollado tres veces de
forma directa. La primera, en la primera batalla. Un niño es enviado a buscarle
porque no aparece ante el reto del ejército enemigo. Cuando marcha, el niño le
advierte de lo grande y poderoso que parece su rival. Él no se atrevería nunca
a luchar contra él. Aquiles le reprocha que por eso su nombre nunca
trascenderá. La segunda se produce en una conversación con su madre, la diosa Tetis
(Thetis, Julie Christie). Ésta
aparece en la orilla del mar, recogiendo pequeñas conchas con las que hacer un
collar a su hijo: una forma preciosa y muy humana de presentarla. En esta
conversación, Tetis le da dos opciones: permanecer en su tierra, casarse, tener
hijos y nietos, y morir. La paz y la tranquilidad de la familia. Pero su precio
es alto para Aquiles: su nombre se perderá en el tiempo. La segunda de las
opciones: marchar a la guerra, conquistar Troya y que sus gestas se recuerden
durante miles de años (como, de hecho, así sucede 3.200 años después). Por
último, en una conversación con la cautiva Briseia (Briseis, Rose Byrne), sobrina del rey de Troya Príamo (Priam, Peter O’Toole). Aquiles, para
ganarse su confianza, la cuenta un secreto: los dioses envidian a los humanos,
porque para nosotros cualquiera puede ser nuestro último momento, las cosas son
más bellas, porque somos mortales. Sobre estos tres momentos se asienta la
personalidad de Aquiles, un ser que, al ser un semidiós, no es ni totalmente
humano ni totalmente divino, que vive permanentemente con la amenaza de no ser
digno de su origen eterno (por parte de su madre, un notable complejo de Edipo,
por tanto), y que está atormentado por la mortalidad que supone no trascender
en la Historia. Por eso en la batalla es el ariete, la vanguardia, el más
temerario. La mortalidad no le importa, porque la verdadera muerte es el
olvido. Por eso envidia a su “padre”, Agamenón, ya que a pesar de no ser su
progenitor, actúa en su inconsciente como la amenaza de un hombre que ya es
eterno por sus gestas y su poder. El final de Agamenón será su codicia y será
ejecutado a manos de Aquiles y su amante. ¿Es o no shakesperiano?
Por otra parte se encuentra el mundo de los
troyanos, donde también encontramos numerosos elementos ricos y dignos de ser
analizados. Su rey, Príamo, es un hombre venerable, que ha mantenido a su
pueblo libre de cualquier invasión por su saber hacer y su sabiduría. Pero el
final de sus días están llenos del oscurantismo de la religión. No hay que
perturbar a los dioses y hay que actuar según las señales que los adivinos
interpretan, lo que desencadenará el final de Troya, ya que se toman decisiones
incorrectas, precipitadas por lo que supuestamente los dioses desean. Los
griegos hacen creer a los troyanos que se retiran por un brote de peste en su
campamento, dejando un gran caballo de madera como exvoto a Neptuno. Paris
quiere quemarlo, pero el rey, aconsejado por sus sacerdotes, decide llevarlo
murallas adentro. Lo demás ya es sabido. Otro ejemplo: un águila con una
serpiente en sus garras es señal inequívoca de que la suerte están con ellos.
Sin embargo, el príncipe Héctor (Hector,
Eric Bana) tiene una mentalidad más realista, ya que sus decisiones pertenecen
al mundo militar. Esta mala decisión de su padre provocará la confusión de
Héctor en el campo de batalla, matando por error al primo de Aquiles, quien se
vengará a su vez matando al propio Héctor en duelo. En este punto de la
película se nos transmite también un concepto: Héctor y Aquiles no son rivales per se, sino distintas caras de la misma
moneda. Son dos guerreros y se dedican a su profesión en cuerpo y alma. Que
Aquiles sirva a los griegos y Héctor a los troyanos puede parecer en principio
un hecho intrascendente. Están hechos para guerrear, y sus decisiones no se
basan en supercherías ni ardides políticos. Justo antes del duelo se les ve
vestirse con sus armaduras. El montaje paralelo permite observarles como
iguales, como almas gemelas, como al mismo hombre con distintos rostros. Cuando
Aquiles mata a Héctor acaba con una parte de sí mismo. No ha actuado con
dignidad, sino movido por la venganza. Sus actos ya no son los de alguien que
quiere ser únicamente recordado por su valor. Cuando el rey Príamo entra de
incógnito en el campamento griego para recuperar el cadáver de su hijo y
hacerle un entierro digno (para entregar al príncipe Héctor las dos monedas de
oro con las que pagar al barquero Caronte para que le cruce el lago Estigia),
Aquiles no puede por menos que arrodillarse ante el cadáver de su enemigo y
llorar. La ceguera le ha empujado al deshonor y sólo el amor que siente por
Briseia le puede redimir. La dejará marchar con Príamo para luego buscarla en
la asediada Troya, lo que propiciará su muerte: se arrodillará ante su amada,
dejando al descubierto su punto débil, su talón, por donde entrará la flecha de
Paris.
También este último personaje, Paris, se ve
engrandecido en sus dimensiones en la película. Es un efebo que se ha dedicado
toda su corta vida a cortejar damas. Ya que no sabe hacer otra cosa, sus
escarceos se convierten en capricho al conocer a Helena. La invita a escaparse
con él, sin la menor consideración para con su pueblo, su padre y su hermano,
que han trabajado duramente la paz con Esparta. Nunca ha luchado. No ha visto
morir a nadie en el campo de batalla ni ha matado a ningún hombre con sus
manos. No conoce esa dimensión de la vida. Su relación en este plano con su
hermano Héctor parece como si fuera el mito de los dos budas: el príncipe
Sidhartra, ajeno al dolor y la muerte, y su posterior conversión en Buda, el
que conoce la sabiduría y la verdad. En su reto con el rey Menelao por Helena
está a punto de morir. Pero escapa a gatas a refugiarse entre las piernas de su
hermano, quien debe acabar con la vida del rey de Esparta. Curiosamente, es el
único en sobrevivir, junto con su prima Briseia y su cuñada Andrómana (Andromache, Saffron Burrows). Moraleja:
los valientes no vuelven de la batalla, sino los cobardes. La prudencia no es
digna de los grandes guerreros, de los héroes, ya que ellos forjan su leyenda
con palabras escritas de inmortalidad. Unas nuevas palabras de Ulises cierran
la narración.
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