domingo, 12 de febrero de 2017

LA MEMORIA DEL INFORTUNIO




Puede que Detour (Edgar G. Ulmer, Estados Unidos, 1945) sea para su director aquella obra que responde a eso que comúnmente se suele llamar «declaración de principios», donde se reúne de forma explícita y consciente todo un ideario y una serie de pulsiones argumentales y narrativas, produciéndose al mismo tiempo una especie de conjunción astral que permite exponer lo mejor de uno mismo de la mejor manera posible. Así (y sólo así) nacen las obras de arte.

Hay ocasiones en las que es muy difícil (por no decir imposible) realizar comentarios al respecto de una película sin aludir a la filmografía general (lo anterior y lo posterior a dicha obra) de su autor. En esta caso concreto no podemos dejar de mencionar la persistente coherencia que Ulmer planteó a la mayor parte de su obra (sobre todo en una primera parte que llegaría hasta finales de los años cuarenta), donde la recurrencia a un personaje que recuerda un pasado más o menos reciente, sobre el cual se cierne un pesado velo de fatalidad, llegó a ser una especie de «marca de fábrica», un signo de identidad que ha llegado hasta nosotros y hasta nuestros días como expresión de una época de augurios impropios para el optimismo [1].
 

Y es que, efectivamente, en Detour existe permanentemente sobre el protagonista, Al Roberts (Tom Neal), la funesta sensación de que jamás llegará a su destino: la felicidad. Talentoso músico de un local de mala muerte, decide un buen día hacer un viaje sorpresa para visitar a su novia, que decidió hace tiempo mudarse a Los Angeles en busca de mejores oportunidades. Sus pocas posibilidades económicas le obligan a hacer el viaje haciendo autostop, recogiéndole un individuo con una cicatriz en la mano (dato que justifica el título en español) y un pasado reciente algo conflictivo con una mujer. Pero lo que en principio parecía que podía ser el comienzo de su recuperación vital, con un hombre que le invita a cenar y por el que a cambio Al se presta a conducir de noche, se torna en el inicio de una serie de calamidades encadenadas: el propietario del coche muere repentinamente por causas naturales, a lo que el protagonista reacciona con miedo a que la policía lo acuse de asesinato (parece ser que él mismo es consciente de su predisposición para la desgracia), huyendo con el coche y la ropa del hombre muerto, teniendo que adquirir incluso parte de su identidad para encubrir algo que él no ha cometido pero que, a fuerza de sentirse culpable por ello, acaba convenciéndose de que sí lo ha realizado.

Sobre todo es su encuentro con Vera (Ann Savage) lo que termina por minar su confianza en que la fortuna toque alguna vez en su puerta para favorecerle: ella resulta ser la mujer que causó la cicatriz en la mano del hombre al que ahora Al ha tomado prestada la presencia física. A pesar de que a través de ciertas sutilidades apreciamos que incluso ella llega a enamorarse de Al, sus ansias por chantajearle y estrujarle a nivel emocional precipitan el dramático final y su posterior huída a un bar de carretera desde donde el protagonista de esta odisea fatalista nos cuenta su peripecia, dirigiendo su voz interior hacia una humanidad que él entiende como intransigente juez de sus actos.


El deambular por las polvorientas, calurosas y desérticas tierras de Arizona bajo un sol de justicia (paisaje fundamentalmente estéril) donde es recogido por el solitario coche (como signo de esperanza) contrasta con esa otra escena nocturna en donde una lluvia torrencial (elemento eminentemente ligado por la fertilidad) sirve como telón de fondo a la muerte del conductor. Parece ser que para el bueno de Al no hay otra solución que vivir siempre sus experiencias bajo ambientes hostiles (extremada aridez o lluvia intensa) para no librarse nunca de su mal fario. Su silueta cansada por la mala aventura, derrotada por la mala pata, cargada de malos presagios, reposa sobre la banqueta del bar. Es un tipo que incluso en su felicidad tiene un mirar colmado de aflicción, como si supiese que la felicidad siempre fuese efímera, que jamás fuese a durar a su lado más que un breve instante, siempre arisca y siempre infiel. Así, aunque se quiera, nadie puede hacer planes de futuro, por muchos desvíos que para esquivar al infortunio se quieran tomar.

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[1] Recordar que Ulmer fue uno de tantos artistas que desde Centroeuropa (al igual que otros ilustres vieneses, como Billy Wilder o Fritz Lang) tuvo que huir del acoso de los nazis para refugiarse en los Estados Unidos, siendo desde allí testigo del aciago discurrir de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias.

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