Si duda alguna, uno siempre se pregunta qué es lo
que lleva a un veterano actor a aceptar en el otoño de su vida los papeles en
los que interviene, teniendo en cuenta su inmenso bagaje. Es posible que en
algunas ocasiones la necesidad vital y material (aquello que podemos llamar
“supervivencia”) pueda mover a alguien de tanta experiencia a someterse a
ajenos (y en alguna ocasiones grotescos) criterios artísticos por el bien de la
propia economía. Sin embargo, hay otras veces en las que ese cómico (como a muchos
de ellos les gusta que se les siga llamando) encuentra la oportunidad de
establecer un testamento vital y profesional que aúne sus inquietudes
profesionales, personales y políticas en un personaje que les defina para las
generaciones venideras. Y Fernando Fernán-Gómez lo encontró en el maestro
protagonista de La lengua de las
mariposas.
Podemos tener la certeza de que en el momento en el
que el genial artista (su “genio” debe ser doblemente destacado) recibiera en
sus manos el guión de la película, mezcla de varios relatos salidos de la pluma
del escritor gallego Manuel Rivas y pasados por el filtro del también soberbio
genio de Rafael Azcona, encontraría en esas líneas el vehículo ideal para
establecer un legado sobre su obra, su filosofía, su ideología… en definitiva,
sobre su vida. En varias ocasiones él mismo dejó claro que la labor de actor
les servía a muchos compañeros de profesión para revelar su exhibicionismo y
ocultar así sus frustraciones, traumas, defectos y complejos. Y, sin embargo, aquí
Fernán-Gómez dio una lección magistral sobre lo que para él significaba ser
actor: la ética de llevar sobre su piel la máscara de sí mismo.
Muchas veces se ha aludido a que todavía ni se ha
escrito ni se ha llevado al cine la gran obra que hable a las claras sobre
nuestra Guerra Civil. Y, sin embargo, en La
lengua de las mariposas encontramos el que quizás haya sido el análisis más
lúcido de las causas que precipitaron, no el levantamiento de los facciosos,
sino el sometimiento de todo un pueblo que hasta un mes antes del alzamiento
militar daba las gracias a todo aquel viento de libertad, igualdad y
fraternidad que la República les había traído. Como nos muestra el emotivo y
duro final de la película, el pánico se convirtió pronto en el mejor aliado de
los nacionales, porque el miedo es la peor de las esclavitudes: es el temor a
perder a su familia lo que lleva a una mujer a hacer lo que sea por salvar todo
aquello por lo que daría la vida, convirtiéndose a sí misma y a su núcleo
familiar en prisioneros del terror, obligados a traicionar todo aquello en lo
que creían para salvar su honra a los ojos del cacique del pueblo, aquel que en
connivencia con la Iglesia y el Ejército decidió que el mejor destino de España
era permanecer durante cuarenta años en las cristianas manos de una pandilla de
sádicos y asesinos. Esa es la dura piedra que aparece al final y que el niño
arroja a quien fuera su gran maestro y amigo. Es la sustituta de la palabra, ya
que ésta ha perdido su validez al ser enterrada bajo el peso de los cascotes de
la desolación y la barbarie injustificada. Las piedras son rígidas,
contundentes y destructivas, llenas de crueldad cuando son arrojadas, el
reverso tenebroso de las propias palabras, que son como la lengua de las
mariposas, invisibles y frágiles, esa herramienta a través de la cual nos
alimentamos. Una alegoría de la propia libertad, etérea ante nuestros ojos,
pero materializada en todo aquello que toca y de la cual depende nuestra propia
subsistencia.
Desde la mediocridad de parte de nuestro cine
nacional (fue insoportable aquel filón comercial en el que siempre se contaban
historias a través de la mirada de un niño) surgió como un relámpago la
sabiduría de un hombre que, consciente de que sus días se estaban acabando y la
celeridad podría empañarle el criterio, acertó al aceptar un proyecto en el que
tenía la posibilidad de desplegar todo aquel ideario que, por el triste
transcurso de la reciente Historia de España, debió guardar muy dentro de sí
durante casi cuatro décadas, teniendo que ser un actor de sí mismo de cara a la
galería para ocultar sus auténticas inquietudes. La bandera roja y negra que
siempre llevó en su corazón cubrió su ataúd como el viejo maestro don Gregorio
habría soñado en el momento de caer abatido en una cuneta. Puede que a través
de este papel el propio Fernando Fernán-Gómez haya hecho el mejor de los
homenajes a todos aquellos que murieron por sus ideales libertarios, que
prefirieron morir de pie antes que vivir de rodillas y que se llevaron consigo
a la fosa común la dignidad de las ideas por las que lucharon y por las que
acabaron pereciendo.
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