Muchas veces
resulta difícil decir o explicar por qué a uno le gustan más unas películas que
otras, sobre todo teniendo en cuenta que las puede haber mejores. Es aquello
que se suele definir con frases hechas como “Para gustos están los colores” y
expresiones por el estilo. O puede que todo tenga que ver con la pretensión
universal de poder revivir con cada situación de la vida aquella experiencia
que nos recuerde a la infancia de cada uno, mejor cuanto más evocadora.
Recuerdo haber
visto muy de niño Las zapatillas rojas (The red shoes, Michael
Powell y Emeric Pressburger, Reino Unido, 1948), pero hace tiempo que dejé de
sentir en cada visionado aquella profunda emoción que me embargó en mi niñez.
Puede que cada vez que la vea busque esas sensaciones perdidas, que acuda a
esas imágenes con la esperanza de que algún retazo del pasado acuda a mí. Lo
cierto es que ahora lo «único» que veo es una cuidada y maravillosa película
que ofrece una de las alegorías más certeras que sobre el arte se han podido
hacer.
Y no sólo por esa
presencia fáustica a la que aludíamos en el título (y que nos podría llevar
también a hablar transversalmente de mitos como el de Aquiles -representación
de las elecciones a las que la vida nos condena, teniendo perpetuamente que
elegir entre la comodidad de una tranquila vida casera y familiar sin
pretensiones o una existencia dedicada a inscribir nuestro nombre en los altos
muros de la inmortalidad- o el de Pigmalión –la construcción de un ser con las
cualidades auto reconocidas del creador-), presente en la tormentosa relación
maestro-pupila que existe entre Boris Lermontov (Anton Walbrook) y Victoria
Page (Moira Shearer), donde tanto ellos como el resto del plantel están presos
y atormentados por el arte, imbuidos en una vorágine creadora que empuja a cada
uno de ellos a renunciar a su personalidad en nombre de un bien mayor y común:
el triunfo de la puesta en escena invisible.
Sin embargo,
fílmicamente esta puesta en escena sí está implícitamente presente (destacando
la atmósfera de irrealidad y onirismo que se desprende tanto de la dirección
artística en general como de los decorados y el abigarrado uso de Technicolor
en particular), vehiculando al espectador a contemplar exteriormente el estado
emocional interior de los personajes, convirtiéndose cada fotograma en un
retrato psicológico [1] en el que se
narra el nacimiento de la pasión como elemento indefectible para el triunfo del
arte: nuestra mirada se confunde con el objetivo de la cámara (a su vez reflejo
incondicional y consciente de los ojos del
director-creador-autor-Mefistófeles-Pigmalión) y la ficción gana la partida a
la realidad a través del montaje, pues es el propio espectador quien salta de
la platea al escenario y éste se metamorfosea en un territorio de «real
irrealidad» que sólo el espacio proyectado sobre la pantalla sabe discernir [2].
Las zapatillas rojas es al
fin y al cabo, si atendemos al cuento original [3], una representación de aquello que nos obsesiona y que, cuando
conseguimos, nos damos cuenta de que no habíamos tenido en cuenta aquellos
inconvenientes que permanecían ocultos, toda una alegoría de los sacrificios
que conlleva el arte para obtener la fama y el éxito (según unos) o el
reconocimiento (según otros).
(artículo
aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine,
en julio de 2008)
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[1] Algo muy presente en la filmografía de Michael Powell,
fundamentalmente desde el uso de la fotografía en color, teniendo quizás uno de
sus máximos exponentes en su anterior película, Narciso Negro (Black
Narcissus, 1947).
[2] Se pregunta José Luis Pardo en su última obra Esto no es música
si un mendigo que soñara durante doce horas al día que es un príncipe sabría
distinguir cuál es su verdadera condición, a lo que habría que responder que
sólo nosotros, desde su exterior, podríamos saber la verdad.
[3] Una niña se pone unas zapatillas rojas que la obligan a bailar sin
parar hasta que, extenuada, le pide a un verdugo que le corte los pies para
liberarla de ellas.
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