domingo, 12 de febrero de 2017

FAUSTO A RITMO DE TCHAIKOVSKI




Muchas veces resulta difícil decir o explicar por qué a uno le gustan más unas películas que otras, sobre todo teniendo en cuenta que las puede haber mejores. Es aquello que se suele definir con frases hechas como “Para gustos están los colores” y expresiones por el estilo. O puede que todo tenga que ver con la pretensión universal de poder revivir con cada situación de la vida aquella experiencia que nos recuerde a la infancia de cada uno, mejor cuanto más evocadora.

Recuerdo haber visto muy de niño Las zapatillas rojas (The red shoes, Michael Powell y Emeric Pressburger, Reino Unido, 1948), pero hace tiempo que dejé de sentir en cada visionado aquella profunda emoción que me embargó en mi niñez. Puede que cada vez que la vea busque esas sensaciones perdidas, que acuda a esas imágenes con la esperanza de que algún retazo del pasado acuda a mí. Lo cierto es que ahora lo «único» que veo es una cuidada y maravillosa película que ofrece una de las alegorías más certeras que sobre el arte se han podido hacer.


Y no sólo por esa presencia fáustica a la que aludíamos en el título (y que nos podría llevar también a hablar transversalmente de mitos como el de Aquiles -representación de las elecciones a las que la vida nos condena, teniendo perpetuamente que elegir entre la comodidad de una tranquila vida casera y familiar sin pretensiones o una existencia dedicada a inscribir nuestro nombre en los altos muros de la inmortalidad- o el de Pigmalión –la construcción de un ser con las cualidades auto reconocidas del creador-), presente en la tormentosa relación maestro-pupila que existe entre Boris Lermontov (Anton Walbrook) y Victoria Page (Moira Shearer), donde tanto ellos como el resto del plantel están presos y atormentados por el arte, imbuidos en una vorágine creadora que empuja a cada uno de ellos a renunciar a su personalidad en nombre de un bien mayor y común: el triunfo de la puesta en escena invisible.

Sin embargo, fílmicamente esta puesta en escena sí está implícitamente presente (destacando la atmósfera de irrealidad y onirismo que se desprende tanto de la dirección artística en general como de los decorados y el abigarrado uso de Technicolor en particular), vehiculando al espectador a contemplar exteriormente el estado emocional interior de los personajes, convirtiéndose cada fotograma en un retrato psicológico [1] en el que se narra el nacimiento de la pasión como elemento indefectible para el triunfo del arte: nuestra mirada se confunde con el objetivo de la cámara (a su vez reflejo incondicional y consciente de los ojos del director-creador-autor-Mefistófeles-Pigmalión) y la ficción gana la partida a la realidad a través del montaje, pues es el propio espectador quien salta de la platea al escenario y éste se metamorfosea en un territorio de «real irrealidad» que sólo el espacio proyectado sobre la pantalla sabe discernir [2].


Las zapatillas rojas es al fin y al cabo, si atendemos al cuento original [3], una representación de aquello que nos obsesiona y que, cuando conseguimos, nos damos cuenta de que no habíamos tenido en cuenta aquellos inconvenientes que permanecían ocultos, toda una alegoría de los sacrificios que conlleva el arte para obtener la fama y el éxito (según unos) o el reconocimiento (según otros).

(artículo aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine, en julio de 2008)
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[1] Algo muy presente en la filmografía de Michael Powell, fundamentalmente desde el uso de la fotografía en color, teniendo quizás uno de sus máximos exponentes en su anterior película, Narciso Negro (Black Narcissus, 1947).

[2] Se pregunta José Luis Pardo en su última obra Esto no es música si un mendigo que soñara durante doce horas al día que es un príncipe sabría distinguir cuál es su verdadera condición, a lo que habría que responder que sólo nosotros, desde su exterior, podríamos saber la verdad.

[3] Una niña se pone unas zapatillas rojas que la obligan a bailar sin parar hasta que, extenuada, le pide a un verdugo que le corte los pies para liberarla de ellas.

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