En el convulso México de los años 20 una familia de
piadosos campesinos decide, ante la ola de anticlericalismo institucionalizado,
marcharse al interior del desierto. Allí el padre decidirá construir una
iglesia (con la ayuda de sus hijos… pero sin la de Acuarius) al tiempo que uno por uno sus hijos van muriendo,
ahondándose ese desierto interior que padece el cabeza de familia al
culpabilizarse (él mismo y su madre) por la muerte de su esposa en su último y
precipitado parto. La película utiliza el tema de la religión, la fe y el
fanatismo como hilo conductor, pero poco a poco se va convirtiendo en una
alegoría sobre el aislacionismo que genera el dogmatismo (ya estemos hablando
de Waco y los davidianos o de Corea del Norte y los estalinistas), una forma de
entender la vida tan espinosa como los cactus que pueblan el desolado paisaje
en el que se ven recluidos los protagonistas, que sufren sus consecuencias con
hechos tan previsibles como el incesto o la veneración de sus muertos a través
de la sufriente iconografía cristiana y sus mártires. Es cuando el más pequeño
de los hijos huye de la crueldad circundante a través de unas pinturas que transforman
conceptual y formalmente la cruda realidad a través de su mirada naïf (convirtiendo sus estampas en eso
que se llama «tableaux vivants») o metiéndose en un baúl (como el avestruz
mete la cabeza bajo tierra en los momentos de crisis). La muerte, tanto al
principio como al final, acaba solucionando el embrollo mental de aquellos que
caen presos de la superstición.
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