Duro, durísimo documental sobre la situación
de millones de niños en todo el planeta a través de algunos ejemplos concretos
y reales. La angustia va in crescendo
según desfilan las historias (una niña sudamericana vendiendo cigarrillos en
mitad de la noche, explicando los malos tratos que recibe cuando no lleva el
suficiente dinero a su casa; unos niños africanos que malviven pelando ante las
multitudes; unos niños que fabrican ladrillos en Camboya; una niña africana que
cuando no se prostituye la violan, contándolo con impavidez mientras fuma un
porro; niños rebuscando en los vertederos del sudeste asiático; etc.). Desde
luego, la última de la historias es la más terrible, aquella que nos muestra a
los niños soldados, con una mirada que no es ni siquiera adulta, pues un adulto
es alguien que ha llegado a ese estado pasando sucesivamente por otros estadios
vitales. Son niños con la mirada de zombi, carentes de humanidad, acostumbrados
a la compañía de su arma, ese objeto que les da el poder de ser dioses,
arrebatando y otorgando la vida con su voluntad como azaroso e implacable juez.
Es cuando a uno le da la sensación de que la música de fondo y los bellos
planos de montañas y estepas que puntean cada nuevo relato están de más,
llegando a frivolizar cada transición entre las historias, pues incluso el
montaje deja de tener sentido narrativo: no hubiéramos necesitado más que
plantar la cámara y dejar que la realidad atrapase el objetivo, salpicándolo
con su pestilente hedor.
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