miércoles, 8 de febrero de 2017

NUESTRA BASURA, SU ALIMENTO




De todos los medios de comunicación que hoy en día nos rodean quizás ninguno como el cine documental para mostrarnos aquella parte de la realidad que más acusadamente lejana y ajena nos puede resultar. El medio televisivo, con su inmediatez y su dimensión de producto de consumo, nos puede llegar a inmunizar contra esa sensibilidad necesaria que se llega a requerir para conmovernos a la hora de enfrentarnos a esas situaciones de injusticia social que campan a nuestro alrededor, invocando un dejá vu en los noticiarios, donde el drama colectivo de millones de seres humanos parece frivolizarse al intercalarse estas tragedias entre los eternos bloques de información deportiva (perdón, futbolística). Sin embargo, este género cinematográfico que inmortaliza el presente nos deja muy frecuentemente pequeñas joyas, sublimes aportaciones que nos posibilitan reconocer el mundo que habitamos, reflexionando sobre él y tratando de dar respuestas a las inquietudes que nos abordan e incomodan. Suponemos que con esta filosofía nació en el año 2000 de la cabeza de la veterana realizadora francesa Agnès Varda el documental titulado Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse).

Ya desde los efímeros títulos de crédito, esas imágenes que nos introducen en la narración y que por el solo hecho de ser las primeras suelen tener una importancia primordial en todos aquellos “autores” que se precien de ser llamados como tales, observamos que estamos ante una obra que tiene pretensiones de parecer improvisada. Nos recibe la penetrante mirada de un gato, escrutadora, llena de inquietud por observar lo que le rodea y que, por tanto, parece quererla para sí la propia Agnès Varda, y su porte noble y distante (como lo será en cierta forma la actitud de la directora, que intentará retratar, y no juzgar ni hacer apologías ni proselitismos, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones) se aposenta sobre una pantalla de ordenador en la que aparece el nombre de la productora: estamos ante el ensalzamiento de la economía de medios, de la utilización de todos aquellos elementos que están a nuestro alrededor, esperando a ser usados para alguna tarea (aunque no sea aquella para la que fueron concebidos), y esta idea parece imponerse como la filosofía sobre la cual se vertebrará el discurso capital del filme, aquel que nos habla sobre la reutilización, el aprovechamiento, la segunda vida de las cosas.


Desde la misma definición del término “espigar”, la realizadora muestra un interés por saber de dónde nacen las cosas, cuáles son sus orígenes. Según el diccionario, espigar es recoger después de la cosecha, puntualizando que esta labor la realizaban en el pasado sólo las mujeres. Por lo tanto Agnès Varda, por su pertenencia al género femenino, se siente capacitada para acometer la tarea de encontrar los orígenes, el pasado, el presente y el futuro de esta forma de vida tan peculiar, retratada de forma misteriosa y majestuosa en una obra de Millet titulada, precisamente, “Las espigadoras”. La directora nos muestra este cuadro en su contexto actual, el Museé d’Orsay, e inmediatamente hay algo que nos choca, produciendo en nosotros una mirada llena de paradoja: hay un brutal enfrentamiento entre contenedor y contenido, pues una obra pictórica que nos está retratando la pobreza, la marginación y la necesidad está rodeada de un enorme marco dorado, abigarrado en sus formas, incompatible con la naturalidad y la sencillez de la escena mostrada. Pero también está contenida en un imponente edificio (en otros tiempos una estación de ferrocarril) pleno de majestuosidad, como si de una catedral se tratase (de hecho, casi todos nos comportamos en los museos como si de lugares sagrados se tratara, hablando en voz baja y adorando imágenes). Esta contradicción no expresada explícitamente permite a la realizadora inaugurar una línea de discurso crítico en torno al arte, empezando aquí con un concepto que es inherente a cualquier obra de arte: está hecha para ser vista. Esto, que parece una obviedad, resulta poderoso y significativo si tenemos en cuenta que lo que se está viendo en este cuadro en particular es una escena sobre la miseria, es decir, que se está haciendo de un episodio dramático un puro espectáculo turístico, muy fácilmente descontextualizable por retratar algo del pasado, ya que parece un remedo de tiempos pretéritos en los que eso existía y que hoy en día parece haberse olvidado.

Para mostrarnos de primera mano cuáles eran las circunstancias que llevaban a la gente a espigar en el pasado, la directora nos ofrece el testimonio de una mujer ya en la ancianidad que realizó esta tarea en su juventud. Su relato de primera mano, un documento de Historia viva, parece ofrecernos una perspectiva alejada del dramatismo de la obra de Millet: no había necesidad de recoger todas las espigas, sino sólo aquellas más hermosas, y después del duro trabajo, con el que dice que disfrutaban, se reunían todos juntos para hablar, reír y tomar café. Después de ella, hay otros testimonios de gente en una cafetería que dice haber espigado en su juventud, cuando terminada la guerra había personas que pasaban necesidad, y una mujer da una pista a Agnès Varda para continuar su labor de investigación, como si de un detective que tiene la tarea de encontrar algo oculto se tratase: hoy en día hay quien todavía realiza esta actividad en los campos de maíz.


Y allá nos lleva la directora, para mostrarnos por primera vez y en vivo el presente de esta labor: ya no es alguien que narra en pretérito, ni una anciana haciendo demostraciones con palitos, ni imágenes cinematográficas de los orígenes del celuloide, sino personas coetáneas, con las que compartimos espacio y tiempo, las que a día de hoy se dedican a espigar. Su perfil en medio de los campos se funde con las figuras encorvadas del cuadro del Museo d’Orsay, y esta comparación le sirve a la directora para proclamar de viva voz: “El espigar se está extinguiendo, pero no es agacharse lo que ha envanecido nuestra sociedad de la abundancia. Los espigadores urbanos y rurales se agachan para recoger. No hay vergüenza. Sólo preocupaciones”. Sus palabras no nos dejan prácticamente reflexionar, ya que inmediatamente después de esta reflexión se cuelan los compases de un rap [1] que habla con rabia de este problema, apoyándose en unas imágenes en las que unos ancianos (quizás el colectivo que más sufre la situación de marginalidad y abandono en las grandes ciudades) se agachan para recoger los desperdicios urbanos del suelo.

Con este cambio de situación entre el campo y la ciudad la veterana realizadora francesa comienza a cimentar un discurso de réplica a la definición que nos recibía al principio del documental: espigar no es algo privativo del campo, ya que incluso los propios límites de la ciudad son difusos al existir un territorio de “tierra de nadie”, un cinturón que hace de transición entre ambos mundos y que condensa gran parte de la marginalidad, expulsando de su centro hacia esta periferia todo aquello que resulta molesto (incluso se podría decir que “antiestético”), formando una muralla selvática en la que quedan atrapados todos aquellos que pretendan adentrarse en el oasis de ese aparente mundo acomodado. Las similitudes entre ambos entornos queda patente cuando la imagen de una calle cualquiera de la ciudad pasa a asimilarse formalmente a las calles que forman los surcos de un campo cultivado, donde nuevamente encontramos a personas en el humilde gesto de agacharse para recoger. Agnès Varda se da cuenta que todas ellas son mujeres, como aquellas que en el pasado eran las encargadas de realizar esta actividad, pero también aprecia que hay un cambio con la forma de trabajar de antaño: ahora la gente lo hace en solitario, y no en comunidad, como en los casos que ha oído o como en el cuadro de Millet, y esto le irrita, ya que parece que el individualismo que lacra a la sociedad urbana ha contaminado incluso a los más necesitados en tal medida que ya ni siquiera existe solidaridad ni ayuda entre ellos.


Posteriormente viaja a Arras para ver en vivo otro cuadro en el que aparece una espigadora, esta vez pintado por Breton. La figura de este personaje es radicalmente diferente al de aquellas mujeres que aparecían en el de Millet: ese gesto humilde de agacharse para recoger ha desaparecido, irguiéndose la mujer con un porte noble y desafiante, rebosante de orgullo, mirando al infinito con provocación, como un tótem que representara la fuerza de un pueblo que no se doblega ante nada. Ésta parece ser la actitud luchadora que prefiere Agnès Varda, ya que se presenta a sí misma al lado del cuadro imitando la misma postura. Sin embargo es consciente de las diferencias en cuanto al espacio (el cambio de los paisajes: allí el campo, aquí la ciudad), el tiempo (entre el pasado y el presente) y las protagonistas (de una robusta mujer campesina a una menuda anciana artista), y su coherencia le hace soltar el fardo de espigas y sustituirlo por una videocámara digital, que será la hoz que le permitirá espigar, la herramienta que le servirá para captar la presente situación de los espigadores. Pero la directora nos hace una advertencia al presentarnos su útil de trabajo, ese pincel con el que pintará su propio cuadro más de un siglo después de  que fueran realizados aquellos lienzos: estas cámaras pueden modificar la realidad, haciendo efectos estroboscópicos o siendo una herramienta narcisista para el lucimiento personal del artista. Sin embargo, en su dualidad también está el ser hiperrealistas, captar lo circundante de la forma más hiriente, removiendo nuestra conciencia, obligándonos a mirarnos a un espejo en el que veamos ambas partes del ser humano y de la sociedad moderna, aquella que difícilmente da titulares en los noticiarios por ser un drama asimilable, aunque no por ello menos trágico. Su cometido será el mostrarnos aquello que nos es extraño, distante, que nos enfrenta con nuestra (otra) realidad, que existe pero que nos es ocultada, apartada, porque en nuestra opulenta vida no suele tener cabida. Esa será la labor de la creadora, de aquella persona que más allá de saber interpretar el manual de uso de la cámara tendrá el talento de ponerla a su (nuestro) servicio y crear con ello un mensaje que trascienda a las meras imágenes, testimoniales en aquellos casos que se frivolizan al negarlas un contenido relacionado con lo real (que es lo que suele suceder en el cine de ficción), una realidad que puede ser tan difícil de asumir como el propio deterioro. Y es que la videocámara se muestra tan infalible como para devolver a su dueña su imagen tal y como es, como si de un espejo se tratara, haciendo presente el paso del tiempo, que deteriora implacablemente su organismo. Las arrugas de sus manos y los surcos de su pelo son como las grietas de los campos que se espigan: testimonios de la miseria del cuerpo y de la tierra, que poco a poco se vuelve estéril, succionando todo lo que de sí tenía hasta agotarse.

La directora nos muestra de esta manera cómo la tecnología se pone a nuestro servicio. Por eso la siguiente historia que nos cuenta se refiere a cómo, sin ser los principales destinatarios de ella, hay personas que se aprovechan de las deficiencias y los fallos de la tecnificación de nuestra sociedad. Las máquinas que recogen la patata arrasan con la mayoría, pero no con todas, y ahí entran las personas que vuelven a adoptar esa posición de encorvamiento para recolectarlas. Pero incluso de todas aquellas que los dueños de los terrenos recogen, varias toneladas se desprecian por no ser comerciales, volviendo a encontrar el concepto de lo “antiestético” como un valor primordial de la sociedad de consumo, de lo cual se sirve mucha gente para poder sustentar su alimentación.


Vemos a niños que realizan esta tarea cantando y bailando, lo que nos permite retrotraernos a los recuerdos de la anciana del principio, cuando evocaba el pasado de su infancia como una época de dureza, pero también de diversión, que es como los seres humanos tendemos a percibir los primeros años de nuestra vida, donde todo se transforma en un juego. Pero también aparece gente que tiene que recurrir a esta actividad como la única salida al hambre que impone su miserable situación, gestándose entre ellos el noble concepto de la solidaridad que tanto echaba en falta la directora cuando veía a gente recolectando en soledad, y que permite tener una perspectiva más optimista del futuro, donde quizás no todo esté perdido: a través de las patatas en forma de corazón Agnès Varda recoge la idea de las Comidas de Caridad del Buen Corazón, porque debajo de su suciedad y sus grietas hay efectivamente un corazón, una buena voluntad de dar de comer al hambriento, de erradicar el hambre a través de un alimento doblemente humilde, ya que las patatas son un alimento básico y barato y son recogidas en esa postura encorvada que la directora había anteriormente asimilado con la humildad.

Siguiendo su camino nos muestra uno de los retratos más sobrecogedores de todo el documental: el de un hombre que lo ha perdido todo por culpa del alcohol y vive en una caravana. Convive con un grupo de gitanos, un dato que nos muestra otra de las lacras de nuestro tiempo: la marginación histórica de determinados grupos raciales y culturales, a los cuales se les niega el derecho de acceder a los beneficios de nuestra sociedad. La especie humana, a pesar de entrar en el siglo XXI hiperdesarrollada tecnológicamente, inmersa en la era digital, habiendo dominado la Naturaleza a su antojo hasta casi destruirla y puesto su empeño en la conquista espacial, sigue tolerando conscientemente la miseria física y anímica de miles de millones de sus congéneres, que viven privados de la más primordial cobertura de sus necesidades, recluidos sin esperanza a las mismas puertas de la abundancia. No se han conseguido economizar los recursos, la gente se muere de hambre y se tira la comida que puede paliar situaciones dramáticas, y este hombre lo denuncia sin ningún miedo, ya que, como se ve, no tiene ya nada que perder, posee en su expresión verbal esa misma dignidad que portaba la espigadora del cuadro de Breton, de aquel a quien sólo le queda mirar hacia arriba desde el fondo del pozo.


Él nos introduce en una de las formas más comunes de espigueo en la ciudad: la búsqueda de alimentos en los contenedores de basura. Como viven sin electricidad y casi sin agua potable (lo que forma un doble círculo vicioso: su pobreza les impide acceder a la mínima cobertura vital, y la negación de estos abastecimientos primarios es culpable de su cada vez mayor depresión en la miseria), refugiados en el momentáneo alivio corporal del tabaco y la cerveza, únicamente les queda la salida de acudir a los exteriores de los supermercados para recoger aquello que se tira. Y a través de la mirada de Agnès Varda asistimos al vergonzoso espectáculo de encontrar en los cubos de basura alimentos en buen estado, aún comestibles, pasados de fecha un par de días o tirados antes de tiempo debido a una dinámica de mercado que impone estanterías repletas de nuevos productos, cuyos excedentes no tienen cabida ante los ojos de unos consumidores cada vez más exigentes en cuanto a la calidad y la presentación.

Al visitar Borgoña [2] para asistir a la situación del espigueo en esta famosa zona vitivinícola, la realizadora se encuentra con distintas formas de enfrentarse a esta actividad por parte de los dueños de las fincas. Las actitudes de aquellos que poseen cultivos varían entre las de quien se ve justificado a la hora de boicotear los restos de aquello que no se recolecta (amparándose en la protección de su trabajo y su capital) y las de quien permite el acceso a los espigadores porque los sobrantes de la cosecha no van a afectar a su producción, ya que de ellos no se saca más que vino barato que no puede competir con el de los mejores racimos. Pero el testimonio que más sorprende es el de un anciano y acomodado propietario que recuerda con afecto, a través de un poema de Bellay, los tiempos en los que los espigadores proporcionaban belleza y dignidad al campo, como si perteneciesen indefectiblemente a ese paisaje que, por unos días, fuese suyo por derecho propio. Su actitud ante la vida se explica por su gran pasión hacia la filosofía y la psicología (tuvo contactos en su juventud con el mismísimo Lacan), lo que le ha permitido elaborar una teoría sobre la eliminación del propio Ego fijándose en el Otro, originándose uno mismo a partir del Otro. Por eso comprende y se solidariza con el espigador sin que su confortable situación económica y social sea un impedimento, ya que puede llegar a pensar (y a sentir, podríamos decir) lo que pensaría (y sentiría) en esa otra situación. Toda una actitud de ejemplo, sin duda, a seguir, ya que de ninguna otra manera se puede llegar a proclamar la solidaridad sin el hecho de comprender a los demás, poniéndonos (aunque sea imaginariamente) por unos momentos en su propia piel.


Después de que el encargado de un terreno en el que hay plantadas higueras certifique a la directora que no está permitido acceder al terreno para recoger lo sobrante, Agnès Varda decide acudir a una autoridad superior que resuelva la duda que nos está creando tanta heterogeneidad de posturas y argumentos con respecto al espigueo. Así, antes de preferir poner todas las cosas en sus respectivos contextos, a la realizadora le interesa que las situaciones se comuniquen entre sí. Que si un letrado está hablando sobre una ley que alude al campo, deje su despacho y los juzgados e, investido de la dignidad que aporta la toga negra, aparezca como por arte de magia (por ese carácter mágico que el cine ha mantenido desde los tiempos de Méliès, el verdadero padre del cine) en medio de un campo de coles para confirmar la legalidad del acto de espigar. Y lo hace con el Código Penal debajo del brazo, esa compilación de normas que los miembros de una sociedad se auto imponen como forma de gobierno y convivencia y que todos sin excepción deben respetar, y que él denomina como “su biblia”, otorgando a ese libro el carácter sagrado que para todo el mundo debe tener. Así explica la legalidad de recoger cuando ya ha terminado la cosecha, siempre y cuando se cumplan una serie de requisitos: espigar desde el amanecer hasta el ocaso (sin nocturnidad, con la luz del día y de la verdad, a la cara, sin esconderse, demostrando el espigador la nobleza de su acto) y realizarlo después de la cosecha (es decir, que los excedentes o los fallos de la recolección están a disposición de quien quiera). Lo más sorprendente es que se trata de una ley que proviene de 1554 que aún hay en día es vigente. Esto permitía en su origen sobrevivir a los pobres y desahuciados, pero hoy cualquiera puede hacerlo. Sin embargo Agnès Varda se da cuenta de que el desconocimiento de la ley impide a los más necesitados ejercer sus derechos y permite a los más ricos proteger su patrimonio, abriéndose aún más la brecha entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada, entre los que les sobra de todo y los que necesitan de todo.

La realizadora define espigar imágenes y conceptos como una actividad abstractamente mental, sin límites: hechos, obras, actos, información. Espigar es una forma de recordar, de saber de dónde venimos, como los souvenir que se trae de su viaje a Japón, a través de los cuales evocará al mirarlos las imágenes y sensaciones que allí tuvo. Al regresar del Lejano Oriente ve en su casa una gotera, que inmediatamente asimila a un cuadro abstracto: arte y naturaleza se solapan, se interrelacionan, confundiéndose en la pared y en su videocámara (donde la mancha aparece resaltada con un marco), haciendo de este paisaje miserable un espectáculo visual, como el primer cuadro de Millet del Museo d’Orsay: para ella ese borrón en la pared es estético, casi artístico, por lo que podemos decir que para ella el arte es subjetivo, amoral, sin fronteras.



De la comparación entre un autorretrato de Rembrandt y su mano nace una duda: todo es un autorretrato, el autor hace un testimonio de sí mismo, de su mirada, de su forma de ver el mundo, de la realidad que le rodea. Y como miembro de la comunidad artística nos ofrece varios testimonios de creadores que trabajan con materiales reciclados, espigados de la misma basura, trazando una línea evolutiva entre los postulados artísticos de los tiempos de Millet y las actuales formas de expresión, marcando la diferencia entre términos como “convencional” y “vanguardia” y destrozando las fronteras de la obra de arte, ya que estos artistas (desde el bohemio ciclista hasta el anciano emigrado ruso, pasando por el reconocido creador Louis Pons, del que se hacen libros monográficos) dinamitan el concepto de lo artístico al incluir desechos en sus composiciones. Igual que el vacío se define a través de la ausencia de materia (como en las esculturas de Henry Moore o Eduardo Chillida) o el silencio se expresa en relación a la ausencia de sonido, la miseria toma carácter corpóreo a través de su comparación con la opulencia, y estos creadores nos enseñan a través de una ética personal lo relativo de los conceptos, demostrando que en los desperdicios, en todo aquello que para nosotros no tiene ya más utilidad que abarrotar los vertederos, hay una segunda pletórica vida, quién sabe si colgados en las paredes de un museo, exhibiéndose orgullosos ante nosotros, sus antiguos dueños, para hablarnos de nuestra propia miseria interior. Para estos artistas también nuestra basura es su alimento.

Pero más dramática parece la distancia que separa a un profesor que enseña a los niños a hacer arte con el reciclaje de envases recuperados de la basura y esa misma filosofía adoptada por una artista que expone en la Fundación Cartier. El sentido es el mismo, los materiales son los mismos, pero el marco vuelve a ser diferente: uno es un artista reconocido, otro un simple y anónimo monitor; unos objetos son considerados obras de arte y valorados en miles de euros, otros son sencillos colgadores móviles que enseñan a los niños que “La basura es bella”. Sin embargo, no podemos pasar por alto el valor simbólico de ese envase de yogur convertido en una flor, porque su génesis está libre de cualquier pretensión comercial, mercantilista.

Al fin y al cabo, puede que todo se limite a poder asimilar la mirada infantil, como la propia Agnès Varda trataba de demostrar al jugar a atrapar con la mano los camiones que adelantaba en la carretera. Ésta parece ser la única opción para poder dar una respuesta, una salida, una solución al problema que se ha generado con el reparto de la riqueza, y es acudir a la mentalidad pura de los niños: si fuese tan fácil coger esos camiones y repartir su contenido entre los que más lo necesitan… La cámara se convierte en una mirada pura, primaria, primitiva, libre de maldad y de avaricia, porque el problema es tan sencillo de solucionar que hasta un niño pequeño sabría lo que habría que hacer. Sin embargo, son unas manos viejas, ajadas, marchitas las que lo hacen, porque poco a poco la experiencia nos remite a pensamientos más puros, más infantiles. Es en esa sencillez donde se encuentran las respuestas a los más grandes problemas que solemos atajar desde perspectivas que medimos en términos macroeconómicos. Coger esos camiones con las manos es espigar la riqueza que nos rodea y repartirla de forma equitativa.


Es quizás también ese primitivismo el que empuja a un individuo que se define por calzar permanentemente botas de agua a llevar diez años alimentándose de lo que encuentra en los contenedores de basura, ya que sus criterios para saber si un alimento es o no comestible los basa en su propio gusto, en catarlos y saber si están en buen estado. Su actitud tiene que ver más con lo instintivo, con un estado primario del ser humano que hemos perdido, entregando nuestro juicio a una fecha inscrita en un envase, atrofiándonos en un estado de perpetua esclavización, convirtiéndonos en máquinas sin voluntad personal que no saben discernir más allá de las perspectivas de durabilidad que los fabricantes imponen en muchos casos de forma aleatoria, condenándonos a permanecer instalados en el miedo a morir intoxicados o vivir en el dolor de la enfermedad, fomentando así el consumismo desmedido, loco, precipitado, sin importar lo más mínimo el desgaste que se le pueda hacer al planeta, esquilmando sus recursos sin medida. Porque es la Naturaleza la que paga las consecuencias de nuestros abusos, como este loco genial nos recuerda, refrescándonos la memoria con desastres ecológicos como el del petrolero Erika, donde miles de aves y animales marinos terminaron cubiertos por el crudo. Pero estas manchas, a diferencia de aquellas del techo de su casa, ya no gustan a Agnès Varda.

Como dijimos al principio, hay colectivos más propensos a sufrir el hambre y la miseria que infringe la marginalidad en las urbes de nuestro mundo occidental, y la directora nos ofrece el retrato de dos individuos en los que convergen dos de estas características: ancianos e inmigrantes. Son dos representantes de todos aquellos que han tenido que abandonar sus países de origen, huyendo de lugares que presentaban un panorama desalentador, viendo nuestra cultura y nuestra sociedad como paraísos donde seguramente se les diera alguna oportunidad. Y se les acabó dando: cubos de basura repletos de alimentos en buenas condiciones, electrodomésticos en mitad de la calle que con una pequeña reparación vuelven a funcionar… ¿En cuántas ocasiones nos ha asaltado el pensamiento de “es más caro arreglar este aparato que comprarse uno nuevo”? La necesidad es, sin duda, la mejor de las maestras, y en estos dos ancianos parece tener a dos de sus alumnos más aventajados. Pero, lejos de aprovecharse de su pericia y lucrarse con todo aquello que recuperan, se fragua en ellos una teoría de la solidaridad entre los desamparados, entre los que menos tienen, que son solidarios entre sí a pesar de no tener nada, al contrario de los que lo tenemos todo, que solemos guardar celosamente nuestro patrimonio, sin compartirlo, sin que nadie nos lo contamine. Parece que no necesitan nada más, que ya su vida se ha convertido en un lento caminar hacia la muerte (quizás una dulce liberación de la miseria), y por ello regalan los aparatos que reparan y la comida que preparan, siendo felices con lo poco que materialmente poseen y lo mucho que de humanidad desprenden. Al fin y al cabo quizás sí que esto realmente les pueda parecer un paraíso en relación a los infiernos que tuvieron que dejar tras de sí.


Realizando de nuevo un camino de regreso al campo, en la recolección de la manzana volvemos a encontrar aquella misma actitud que nos relataba la anciana del principio: no se recoge todo lo que uno se encuentra, sino sólo aquello que más conviene, las espigas o las manzanas más hermosas. Sin embargo, esto hay dos formas de enfocarlo: mientras que una de las mujeres que recoge las mejores manzanas que no se han recolectado explica el por qué de su selección (para su hija coge aquellas menos estropeadas), el dueño de la finca (un prototípico cacique, que parece ser el “reverso tenebroso” de aquel viticultor-psicoanalista que citaba al poeta Bellay) hace la lamentable comparación entre una manzana defectuosa y una mujer “fea y estúpida”: para él ambas son inservibles. Ya son innumerables las veces que hemos encontrado el concepto de lo estético como un valor esencial para esta sociedad en la que vivimos. Pero este individuo ha ido un paso más allá: se permite el lujo de despreciar a los seres humanos por unas características que a él le parecen negativas. Parece ser que la directora ha encontrado en este hombre un ejemplo del paso evolutivo que requería para dar coherencia a todas las injusticias que se dan en esta implacable sociedad: también hay espigadores de seres humanos, que seleccionan los mejores productos y son despiadados con aquellos que no cumplen los rigores del mercado, de los cánones de la belleza, imponiendo sus criterios. De hecho, vemos como este productor aplica sus propias normas a los espigadores, conculcando con ello las leyes establecidas en el Código Penal, permitiéndose la licencia de calificar la actividad de estas personas como “ejercicio físico”, restando así importancia a un acto que sirve como supervivencia de todos aquellos que viven sumergidos en la dramática marginación. Él se nutre de una mentalidad capitalista que se basa en ideas preconcebidas y prejuiciosas que justifican la injusticia social, como la consabida frase “quien no trabaja es porque no quiere”.

Por esto mismo el último testimonio es el más conmovedor, el que por su dramatismo más nos llega a emocionar y enternecer y que acertadamente cierra el documental: el de un joven biólogo que come en los exteriores de los mercados los restos que ya no se van a vender. Volvemos a encontrar en su gesto la humilde postura del que se agacha, pero él va comiendo según recoge: no recolecta, no acapara, sólo toma aquello que inmediatamente necesita para cubrir el instante, el presente, la necesidad más inmediata. Y, a pesar de su situación y la humillación que le causa la necesidad (trata infructuosamente de sobrevivir vendiendo revistas a la entrada de una estación, donde parece ser invisible a las miradas de los transeúntes), dedica sus noches a ayudar a otros más necesitados que él. Su labor como profesor de francés parece atraer especialmente a Agnès Varda, ya que ella también ejerció de maestra al principio del documental al adentrarse en el origen de las palabras: “E de espigar” es como se enseña a los niños, como ese joven enseña a los inmigrantes, y todos, nosotros espectadores y ellos desamparados, nos convertimos de esta manera en uno solo, alumnos de estas personas que nos quieren enseñar que las palabras suelen tener un sentido más grande que su significado.


Al final, Agnès Varda prefiere quedarse con la imagen de un cuadro oculto, casi perdido: los espigadores escapando eternamente de la tempestad, de la amenaza. El lienzo se contamina de la tormenta que en el exterior del museo se anuncia, iniciando sus personajes una macabra danza, movidos aleatoriamente, sin voluntad, presos de lo azaroso de un entorno hostil. Es la vida, día tras día, del miserable, del que no tiene nada más que recoger aquello que los demás no queremos. Y a pesar de ser conscientes del problema, de saber que hay gente que no tiene nada y nosotros lo tenemos todo, ¿no seremos como esos muñecos Playmovil que gritaban en una exposición “Liberad a nuestros camaradas”, sin darnos cuenta de que los que realmente estamos encerrados somos nosotros mismos, inmovilizados por nuestra frialdad, aislados dentro de un frigorífico donde guardamos nuestra comida y nuestra abundancia?

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[1] Podría parecer fuera de contexto un estilo musical como éste, más propio de los gustos de cualquier adolescente. Sin embargo, más allá de la aparente contrariedad, podemos pensar que esta elección se ajusta por completo al carácter y el fondo de este documental, ya que el rap nace en los suburbios periféricos (tradicional ecosistema de la marginalidad, ya explotado en la literatura francesa del XIX, con ejemplos como Germinal de Émile Zola o Los miserables de Victor Hugo) de las grandes ciudades norteamericanas, donde se concentra la mayor parte de los desamparados sociales, como un tipo de “canción protesta” que denuncia de un modo popular la situación de depresión y los problemas de la comunidad afroamericana.

[2] Allí contempla un célebre tríptico de Van der Weyden en el que podemos encontrar significativas imágenes simbólicas sobre el tema que está desarrollando en el documental en torno al hambre y la abundancia. Por ejemplo, los condenados al Infierno son identificados al pesar más en la balanza del arcángel (¿será la sobrealimentación, uno de los pecados capitales de nuestra sociedad actual, lo que les precipite a la condenación eterna?); allí purgarán sus pecados de distintas maneras, como uno de ellos, condenado a fagocitarse a sí mismo, obligado a comerse su propia mano, constatando así su propensión a la gula. Sin embargo, los que podrán acceder al Paraíso resucitan de sus tumbas, y su salida del suelo se asemeja a la de una hortaliza, convirtiéndose por comparación en humildes alimentos para la fe de aquellos que observen el retablo. Debido a todas estas similitudes la figura central del arcángel se convierte, como no podría ser de otra manera en este documental, en un espigador.

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