domingo, 5 de febrero de 2017

LARS VON TRIER: LA REVOLUCIÓN PERMANENTE

“El cine está tan podrido ideológicamente que es mucho más difícil hacer la revolución en él que en cualquier otro terreno”. No, la frase no es del director danés al que estas páginas se dedican, sino de otro de los enfants terribles del cine europeo, aquel que bajo las siglas JLG lleva buscando desde hace más de cuatro décadas la renovación final de un medio que, como bien dice en su lapidaria frase (podría servirle incluso para su propio epitafio), parece no tener salvación. Y es que Jean-Luc Godard sabe bastante sobre estas cosas. Podría haber tenido Lars von Trier estas palabras en cuenta antes de redactar al alimón junto a Thomas Vinterberg el Manifiesto Dogme 95. No sabemos a ciencia cierta si las conocería. De lo que sí podemos estar seguros es de que, al igual que aquel que un día decidiese revolucionar el medio cinematográfico a través de los parámetros de la Nouvelle Vague, también él pensaba que, efectivamente, la putrefacción del cine era (y es) un hecho consumado. Incluso difícil de resolver, por no decir que irremediable.


Lars von Trier es hoy y ahora porque parece haberse empeñado en escribir él mismo la historia del cine moderno. Tal es su egolatría. Aunque, bien pensado, si muchos grandes personajes no hubiesen padecido esta afectación no hablaríamos todavía hoy sobre ellos. “Todo el mundo tiene derecho a su minuto de gloria”, escribió Mark Twain. “No sé cómo el resto de la gente puede levantarse tranquilamente por la mañana sin poder decir: Me llamo Salvador Dalí”. Preguntarse por la autoría de esta última frase parece una total falta de respeto hacia el narcisismo. Pero más allá de ese molesto pecado que supone la inmodestia, superando nuestros complejos como seres anónimos y olvidándonos que esto pueda suponer un imperdonable defecto, es cierto que cada uno de nosotros somos un ser único e intransferible, un elemento identificable dentro de este universo que parece cada día más conminado a la uniformidad. Somos unicornios al lado de otros unicornios, y el genio de Port Lligart parece hacernos una invitación a sentirnos especiales, únicos, sublimes, aunque sea por el solo hecho de que no hay nadie exactamente igual a uno mismo. Así parece haberlo recogido el director danés, sin vergüenza, sin tapujos, sin miedo, reconociéndose como un ser especial. Si el resto no lo hace, ese es su problema. Mientras unos pocos le gritan “torero” desde la barrera (les da miedo escénico la arena, pero reconocen el valor del que se enfrenta cara a cara con dos enormes pitones), otros no pueden soportar tanta presunción, y piden que él sea el que reciba el castigo. Y, en este caso, no faltan espontáneos que quieren tirarse al ruedo a ponerle las banderillas. La genialidad puede salir cara, sobre todo si se confunde con la pretenciosidad. Incluso algunos exaltados preparan la hoguera… por si acaso.

La Ley de Lynch está más vigente que nunca. Pero lo que creíamos superado era el linchamiento aquí, en Europa. Quizás coletazos de esa hipocresía que denunciábamos en Europa en la periferia. Hilario J. Rodríguez escribió: “Lo importante es dejar bien claro cómo algo tan inofensivo como un mero decálogo y la egolatría de un cineasta han aireado de nuevo el conservadurismo imperante en Europa… Y Lars von Trier ha conseguido en un momento particularmente triste que se enciendan chispas en la arena cultural, que haya gritos y se exprese contrariedad, que se ponga de relieve lo mucho que han envejecido bastantes personas con sólo comprobar sus caras después de ver ciertos films. El estilo del discurso es lo de menos y también el mensaje, lo importante es la agitación, la provocación, para ver si el viejo monstruo todavía palpita con vida. Esto pone de relieve hasta qué punto Europa sigue escandalizándose… Mientras la vieja Europa agoniza, el cine se vuelve joven con Lars von Trier. Y esa necesidad de oponer juventud a vejez será siempre lo que fomente la aparición de personas capaces de evitar una súbita muerte del cine como forma de cultura” [1].

Ni más ni menos: Lars von Trier es incómodo. Pero no lo es por lo que cuenta (más bien todo lo contrario, ya que sus argumentos pertenecen a aquello que dentro de la comunidad “bienpensante” está comúnmente aceptado), sino más bien en cómo lo cuenta, en la forma que tiene de abordar un medio, el cinematográfico, que para muchos ha adquirido un carácter sagrado, intocable, inmaculado, privativo, acotado, cerrado. Las normas no se las debe saltar nadie, y mucho menos sin permiso, porque eso supondría que hay alguien que se atreve a investirse de una toga de maestro que nadie le ha dado, supondría recibir lecciones de alguien al que por los pasillos se le consideraba un simple alumno, supondría tener que aguantar sermones sobre a dónde nos ha conducido el conservadurismo y la sumisión a lo imperante y lo convencional.


La crítica se divide a partes iguales hacia este director entre detractores y defensores, entre quienes lo aman y reverencian o lo atacan y odian. Puede que el problema sea generacional, a tenor por observar de dónde vienen las flechas y los dardos: mientras que por norma general este director danés subyuga la emoción de la última hornada de apasionados críticos (no es de extrañar que el primer estudio en profundidad en nuestro país lo hiciera Letras de Cine en su nº 5 de 2001, a la que seguiría Nosferatu en su nº 39 de 2002), otras generaciones más veteranas parecen haber perdido la fe, hartos de tener que aguantar a otro “falso profeta” [2]. Quizás aquella mirada que más pueda representar la profunda confusión que por este director se tiene se encuentre en las palabras de un veterano donde los haya. El mismísimo Ingmar Bergman dijo a propósito de Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000): “Von Trier es todo crueldad, artificio y cinismo. Es un cineasta increíblemente dotado, pero si se atreviese a ser simple y renunciase a rodearse de una nube gigantesca de relaciones públicas y otras cuchufletas, podría convertirse en un gran cineasta. (…) con Dancer… sentí la necesidad de una bolsa para vomitar. Me asqueó el modo en que se sirve de esa cantante, Björk. Toda la historia del filme es abyecta. Pero el final es completamente genial: Von Trier y su relato súbitamente se calman. A partir del momento de la condena a muerte y encarcelamiento, la narración fílmica se construye con mano maestra. La escena de la celda, cuando comienza a cantar My Favourite Things (…), es una de las más sobrecogedoras que jamás haya visto. Ella está simplemente formidable. Como también lo es el modo extremadamente preciso y frío de la descripción de la ejecución. Está enormemente dotado, este von Trier, espero que se le quite la tontería” [3]. ¿Está hablando el viejo maestro de la misma persona durante toda su entrevista? ¿No se ha dado cuenta de que hay dos Lars von Trier conviviendo dentro del mismo cuerpo, cada uno de ellos tan necesario para el otro que si alguno de los dos desapareciera ya no sería posible hablar de Lars von Trier?

Debido a su pasión hacia Europa (no es de extrañar que una de sus obras más aclamadas lleve por título el nombre de este continente), o quizás porque ya no tuviera más que decirnos sobre nosotros mismos, Lars von Trier ha decidido volver la vista hacia el otro lado del “charco”, allí donde su cínica mirada quizás se está sintiendo más cómoda. Es una vuelta de tueca más a su filmografía: del inicial manierismo al “cine verdad” de Dogme 95 para, con toda la lógica impuesta sobre la muerte irrevocable de las vanguardias, transgredir sus propias normas (“Forjarse leyes de hierro para uno mismo, aunque sólo sea para obedecerlas o las desobedecerlas con dificultad”, dijo Bresson [4]). Pero siempre ofreciendo el lado irracional del ser humano, el enfrentamiento constante entre el bien y el mal y los mecanismos de un poder abusivo que determina el futuro de unos personajes. ¿Y qué mejor marco que el “territorio USA” para mantenerse fiel a sí mismo, incluso con energías renovadas? Para el que esto escribe, Lars von Trier ha realizado en EE.UU. sus mejores trabajos, los más completos, aquellos en lo que ha impreso su más personal sello con total sinceridad y desparpajo. Después de la generosa renovación que supuso su aportación al Movimiento Dogma con Los idiotas (Idioterne, 1998), el cineasta danés parece haber contaminado al resto del planeta con sus pretensiones de transformación. Nada es lo mismo después de un terremoto.


Si muchos (empezando por sus propios fundadores) fueron los que compararon Dogme 95 con una religión debido a sus terminologías, actitudes e idearios, la reunión en la que von Trier y Vinterberg redactaron sus bases debería adquirir los aspectos de un cónclave. Al igual que los concilios de la Iglesia han marcado el punto de inflexión a partir del cual los errores del pasado debían expiarse, los “hermanos” del nuevo movimiento cinematográfico trataban de forjar una nueva conciencia mostrando al mundo la decadencia a la que se había llegado. También los distintos manifiestos políticos y artísticos (el comunista, el surrealista, el futurista…) han planteado establecer las bases de un mundo nuevo, la ruptura con lo anteriormente conocido, renovando el espíritu, la mirada y el cuerpo. Y no había mejor fecha que la celebración del centenario del cine para volver la vista atrás y tomar para sí aquella prístina mirada, pura e infantil, de los primeros gateos del cinematógrafo por este mundo.

Pero toda vanguardia está irremediablemente condenada a fracasar, a desaparecer. “El sistema es capaz de fagocitar incluso aquello que lucha contra él”. De esta manera el gran gurú del movimiento dadaísta Marcel Duchamp sentenciaba la imposibilidad de que una vanguardia se mantenga como tal a perpetuidad con su sentido combativo e irreverente inmaculado: el poder, en cualquiera de sus manifestaciones, tiende a impedirlo. “Antes que una humillante derrota, mejor una honrosa retirada, aunque conlleve una violenta muerte: siempre mejor que una penosa agonía”, parecía querer decir. Y así es como deben pasar a la Historia esos arietes, esas puntas de lanza que suponen los movimientos vanguardistas: anticipando su muerte antes incluso de su propio nacimiento. Su finalidad no está en la imposición de sus criterios ni de sus idearios, sino en la formación de un poso, de un fermento que dinamite lo establecido, el convencionalismo, las imposiciones, para que, a partir de su estancia en la república de las ideas, ya nada vuelva a ser lo mismo. La vanguardia es, y debe ser, superable.


La tecnología digital nos acerca hoy en día a una serie de pretensiones ineludibles: la democratización total del cine. Pero debido a las facilidades que estas nuevas técnicas ofrecen para manipular la imagen, era necesario un decálogo: crear a base de normas un nuevo imperio de la verdad. El fantasma de la falsedad recorría las mentes de los fundadores. Había que evitar a toda costa que se cayese rápidamente y con facilidad en todo aquello que se quería desterrar. Y al final han sido ellos mismos quienes, ante el temor de que fueran otros quienes diesen al traste con su proyecto, han matado a la criatura. Su nueva apuesta no es una vuelta a lo convencional, sino explorar todas las posibilidades que el medio ofrece con su imparable avance tecnológico. El último ejemplo, El jefe de todo esto, indaga sobre las posibilidades de un cine informatizado. ¿Qué será lo próximo? ¿Con qué nos sorprenderá este “Pepito Grillo” del cine europeo?

(artículo aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine, dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)

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[1] “Diez propuestas del cine de autor para el siglo XXI”, Dirigido por…, Nº 321 (Marzo de 2003), p. 50.

[2] Siempre con salvedades (¿excepciones que confirman la regla?), como Carlos F. Heredero y el desaparecido Ángel Fernández-Santos, por citar un par de ejemplos.

[3] Declaraciones de I. Bergman a Stig Björkman, en Cahiers de Cinema, Noviembre 2000.

[4] Robert Bresson: Notas sobre el cinematógrafo, Ardora Ediciones, Madrid, 2002.

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