“El cine está tan podrido
ideológicamente que es mucho más difícil hacer la revolución en él que en
cualquier otro terreno”. No, la frase no es del director danés al que estas
páginas se dedican, sino de otro de los enfants
terribles del cine europeo, aquel que bajo las siglas JLG lleva buscando
desde hace más de cuatro décadas la renovación final de un medio que, como bien
dice en su lapidaria frase (podría servirle incluso para su propio epitafio),
parece no tener salvación. Y es que Jean-Luc Godard sabe bastante sobre estas
cosas. Podría haber tenido Lars von Trier estas palabras en cuenta antes de
redactar al alimón junto a Thomas
Vinterberg el Manifiesto Dogme 95. No sabemos a ciencia cierta si las
conocería. De lo que sí podemos estar seguros es de que, al igual que aquel que
un día decidiese revolucionar el medio cinematográfico a través de los
parámetros de la Nouvelle Vague,
también él pensaba que, efectivamente, la putrefacción del cine era (y es) un
hecho consumado. Incluso difícil de resolver, por no decir que irremediable.
Lars von Trier es hoy y ahora porque parece haberse
empeñado en escribir él mismo la historia del cine moderno. Tal es su
egolatría. Aunque, bien pensado, si muchos grandes personajes no hubiesen padecido
esta afectación no hablaríamos todavía hoy sobre ellos. “Todo el mundo tiene
derecho a su minuto de gloria”, escribió Mark Twain. “No sé cómo el resto de la
gente puede levantarse tranquilamente por la mañana sin poder decir: Me llamo Salvador Dalí”. Preguntarse por
la autoría de esta última frase parece una total falta de respeto hacia el
narcisismo. Pero más allá de ese molesto pecado que supone la inmodestia,
superando nuestros complejos como seres anónimos y olvidándonos que esto pueda
suponer un imperdonable defecto, es cierto que cada uno de nosotros somos un
ser único e intransferible, un elemento identificable dentro de este universo
que parece cada día más conminado a la uniformidad. Somos unicornios al lado de
otros unicornios, y el genio de Port Lligart parece hacernos una invitación a
sentirnos especiales, únicos, sublimes, aunque sea por el solo hecho de que no
hay nadie exactamente igual a uno mismo. Así parece haberlo recogido el
director danés, sin vergüenza, sin tapujos, sin miedo, reconociéndose como un
ser especial. Si el resto no lo hace, ese es su problema. Mientras unos pocos
le gritan “torero” desde la barrera (les da miedo escénico la arena, pero
reconocen el valor del que se enfrenta cara a cara con dos enormes pitones),
otros no pueden soportar tanta presunción, y piden que él sea el que reciba el
castigo. Y, en este caso, no faltan espontáneos que quieren tirarse al ruedo a
ponerle las banderillas. La genialidad puede salir cara, sobre todo si se
confunde con la pretenciosidad. Incluso algunos exaltados preparan la hoguera…
por si acaso.
La Ley de
Lynch está más vigente que nunca. Pero lo que creíamos superado era el
linchamiento aquí, en Europa. Quizás coletazos de esa hipocresía que denunciábamos
en Europa en la periferia. Hilario J.
Rodríguez escribió: “Lo importante es dejar bien claro cómo algo tan inofensivo
como un mero decálogo y la egolatría de un cineasta han aireado de nuevo el
conservadurismo imperante en Europa… Y Lars von Trier ha conseguido en un
momento particularmente triste que se enciendan chispas en la arena cultural,
que haya gritos y se exprese contrariedad, que se ponga de relieve lo mucho que
han envejecido bastantes personas con sólo comprobar sus caras después de ver ciertos
films. El estilo del discurso es lo de menos y también el mensaje, lo
importante es la agitación, la provocación, para ver si el viejo monstruo
todavía palpita con vida. Esto pone de relieve hasta qué punto Europa sigue
escandalizándose… Mientras la vieja Europa agoniza, el cine se vuelve joven con
Lars von Trier. Y esa necesidad de oponer juventud a vejez será siempre lo que
fomente la aparición de personas capaces de evitar una súbita muerte del cine
como forma de cultura” [1].
Ni más ni menos: Lars von Trier es incómodo. Pero no
lo es por lo que cuenta (más bien
todo lo contrario, ya que sus argumentos pertenecen a aquello que dentro de la
comunidad “bienpensante” está comúnmente aceptado), sino más bien en cómo lo cuenta, en la forma que tiene de
abordar un medio, el cinematográfico, que para muchos ha adquirido un carácter
sagrado, intocable, inmaculado, privativo, acotado, cerrado. Las normas no se
las debe saltar nadie, y mucho menos sin permiso, porque eso supondría que hay
alguien que se atreve a investirse de una toga de maestro que nadie le ha dado,
supondría recibir lecciones de alguien al que por los pasillos se le
consideraba un simple alumno, supondría tener que aguantar sermones sobre a dónde
nos ha conducido el conservadurismo y la sumisión a lo imperante y lo
convencional.
La crítica se divide a partes iguales hacia este
director entre detractores y defensores, entre quienes lo aman y reverencian o
lo atacan y odian. Puede que el problema sea generacional, a tenor por observar
de dónde vienen las flechas y los dardos: mientras que por norma general este
director danés subyuga la emoción de la última hornada de apasionados críticos
(no es de extrañar que el primer estudio en profundidad en nuestro país lo
hiciera Letras de Cine en su nº 5 de 2001, a la que seguiría Nosferatu en su nº 39 de 2002), otras
generaciones más veteranas parecen haber perdido la fe, hartos de tener que
aguantar a otro “falso profeta” [2].
Quizás aquella mirada que más pueda representar la profunda confusión que por
este director se tiene se encuentre en las palabras de un veterano donde los
haya. El mismísimo Ingmar Bergman dijo a propósito de Bailar en la oscuridad (Dancer
in the dark, 2000): “Von Trier es todo crueldad, artificio y cinismo. Es un
cineasta increíblemente dotado, pero si se atreviese a ser simple y renunciase
a rodearse de una nube gigantesca de relaciones públicas y otras cuchufletas,
podría convertirse en un gran cineasta. (…) con Dancer… sentí la necesidad de una bolsa para vomitar. Me asqueó el
modo en que se sirve de esa cantante, Björk. Toda la historia del filme es
abyecta. Pero el final es completamente genial: Von Trier y su relato
súbitamente se calman. A partir del momento de la condena a muerte y
encarcelamiento, la narración fílmica se construye con mano maestra. La escena
de la celda, cuando comienza a cantar My
Favourite Things (…), es una de las más sobrecogedoras que jamás haya
visto. Ella está simplemente formidable. Como también lo es el modo
extremadamente preciso y frío de la descripción de la ejecución. Está
enormemente dotado, este von Trier, espero que se le quite la tontería” [3]. ¿Está hablando el viejo maestro
de la misma persona durante toda su entrevista? ¿No se ha dado cuenta de que
hay dos Lars von Trier conviviendo dentro del mismo cuerpo, cada uno de ellos
tan necesario para el otro que si alguno de los dos desapareciera ya no sería
posible hablar de Lars von Trier?
Debido a su pasión hacia Europa (no es de extrañar
que una de sus obras más aclamadas lleve por título el nombre de este
continente), o quizás porque ya no tuviera más que decirnos sobre nosotros
mismos, Lars von Trier ha decidido volver la vista hacia el otro lado del
“charco”, allí donde su cínica mirada quizás se está sintiendo más cómoda. Es
una vuelta de tueca más a su filmografía: del inicial manierismo al “cine
verdad” de Dogme 95 para, con toda la lógica impuesta sobre la muerte
irrevocable de las vanguardias, transgredir sus propias normas (“Forjarse leyes
de hierro para uno mismo, aunque sólo sea para obedecerlas o las desobedecerlas
con dificultad”, dijo Bresson [4]).
Pero siempre ofreciendo el lado irracional del ser humano, el enfrentamiento
constante entre el bien y el mal y los mecanismos de un poder abusivo que
determina el futuro de unos personajes. ¿Y qué mejor marco que el “territorio
USA” para mantenerse fiel a sí mismo, incluso con energías renovadas? Para el
que esto escribe, Lars von Trier ha realizado en EE.UU. sus mejores trabajos,
los más completos, aquellos en lo que ha impreso su más personal sello con
total sinceridad y desparpajo. Después de la generosa renovación que supuso su
aportación al Movimiento Dogma con Los
idiotas (Idioterne, 1998), el
cineasta danés parece haber contaminado al resto del planeta con sus
pretensiones de transformación. Nada es lo mismo después de un terremoto.
Si muchos (empezando por sus propios fundadores) fueron
los que compararon Dogme 95 con una religión debido a sus terminologías,
actitudes e idearios, la reunión en la que von Trier y Vinterberg redactaron
sus bases debería adquirir los aspectos de un cónclave. Al igual que los
concilios de la Iglesia han marcado el punto de inflexión a partir del cual los
errores del pasado debían expiarse, los “hermanos” del nuevo movimiento
cinematográfico trataban de forjar una nueva conciencia mostrando al mundo la
decadencia a la que se había llegado. También los distintos manifiestos
políticos y artísticos (el comunista, el surrealista, el futurista…) han
planteado establecer las bases de un mundo nuevo, la ruptura con lo anteriormente
conocido, renovando el espíritu, la mirada y el cuerpo. Y no había mejor fecha
que la celebración del centenario del cine para volver la vista atrás y tomar
para sí aquella prístina mirada, pura e infantil, de los primeros gateos del
cinematógrafo por este mundo.
Pero toda vanguardia está irremediablemente
condenada a fracasar, a desaparecer. “El sistema es capaz de fagocitar incluso
aquello que lucha contra él”. De esta manera el gran gurú del movimiento dadaísta Marcel Duchamp sentenciaba la imposibilidad
de que una vanguardia se mantenga como tal a perpetuidad con su sentido
combativo e irreverente inmaculado: el poder, en cualquiera de sus
manifestaciones, tiende a impedirlo. “Antes que una humillante derrota, mejor
una honrosa retirada, aunque conlleve una violenta muerte: siempre mejor que
una penosa agonía”, parecía querer decir. Y así es como deben pasar a la
Historia esos arietes, esas puntas de lanza que suponen los movimientos
vanguardistas: anticipando su muerte antes incluso de su propio nacimiento. Su
finalidad no está en la imposición de sus criterios ni de sus idearios, sino en
la formación de un poso, de un fermento que dinamite lo establecido, el
convencionalismo, las imposiciones, para que, a partir de su estancia en la
república de las ideas, ya nada vuelva a ser lo mismo. La vanguardia es, y debe
ser, superable.
La tecnología digital nos acerca hoy en día a una
serie de pretensiones ineludibles: la democratización total del cine. Pero
debido a las facilidades que estas nuevas técnicas ofrecen para manipular la
imagen, era necesario un decálogo: crear a base de normas un nuevo imperio de
la verdad. El fantasma de la falsedad recorría las mentes de los fundadores.
Había que evitar a toda costa que se cayese rápidamente y con facilidad en todo
aquello que se quería desterrar. Y al final han sido ellos mismos quienes, ante
el temor de que fueran otros quienes diesen al traste con su proyecto, han
matado a la criatura. Su nueva apuesta no es una vuelta a lo convencional, sino
explorar todas las posibilidades que el medio ofrece con su imparable avance
tecnológico. El último ejemplo, El jefe
de todo esto, indaga sobre las posibilidades de un cine informatizado. ¿Qué
será lo próximo? ¿Con qué nos sorprenderá este “Pepito Grillo” del cine europeo?
(artículo aparecido en la revista digital de
crítica cinematográfica Miradas de Cine,
dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)
_______________________________________________
[1] “Diez propuestas del cine de
autor para el siglo XXI”, Dirigido por…,
Nº 321 (Marzo de 2003), p. 50.
[2] Siempre con
salvedades (¿excepciones que confirman la regla?), como Carlos F. Heredero y el
desaparecido Ángel Fernández-Santos, por citar un par de ejemplos.
[3] Declaraciones
de I. Bergman a Stig Björkman, en Cahiers
de Cinema, Noviembre 2000.
[4] Robert Bresson:
Notas sobre el cinematógrafo, Ardora
Ediciones, Madrid, 2002.
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