Una mujer con una gran carga a sus espaldas
en forma de terrible secreto muere repentina e inesperadamente, y su marido
trata de descubrir quién era realmente su esposa a través de su pasión por
Japón. Quizás una de las pocas pegas que pueda tener esta película es que hay
una ruptura demasiado evidente en cuanto a lo formal entre esa primera parte dominada
por lo que sabemos con la protagonista y no podemos decir y el posterior viaje
del anciano a Tokio, aunque ciertamente la realización no pueda escapar de la
vorágine y el frenetismo de la capital nipona en comparación con el tranquilo
lugar de origen del matrimonio alemán. Son dos formas de mirar y de sentir,
pues el sosiego de la costumbre no puede permanecer inalterable frente al
bullicio de las grandes capitales donde, por contrapartida, los protagonistas
se topan con otras personas ajenas a sus hijos con los que acaban por compartir
sus mejores momentos. Dicho de otro modo, compartir ADN no tiene por qué
significar nada, ya que son de hecho los encuentros con la novia de su hija
lesbiana o esa joven japonesa de nombre Yu que danza en un parque quienes
acaban por mostrar el camino de lo que significa la verdadera familia, aquella
que se elije y no con la que se nace, puesto que los hijos del matrimonio hacen
válido ese dicho popular de “Cría cuervos…”.
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