Siempre he considerado como un
deber que cada persona rinda cumplido homenaje a aquellos maestros que le
enseñaron a ver el cine. Uno de los míos fue Jean Renoir. Todavía conservo
aquellas cintas de VHS (que hoy parecen los ladrillos de una primitiva
construcción, al lado del brillo sin emoción de los discos de DVD, material de
los rascacielos más altos de nuestras filmotecas) en las que grabé una gran
parte de su filmografía. Y, a pesar de haber digitalizado todas sus películas,
me niego a desprenderme de esas reliquias: en ellas conservo la turbación de
mis primeros pasos como cinéfilo, la conmoción que me produjeron sus
fotogramas, la intensidad del aprendizaje. Son el pañuelo donde quedó impreso
mi himen, la prueba de la infalibilidad del paso del tiempo que genera
insensata nostalgia.
Las imágenes, inmutables por su
naturaleza, tienen sin embargo la gran virtud de absorber el componente emotivo
de aquel que mira, variando con ello su carga atómica. Los fotogramas de un
film son los que son desde un punto de vista estético, pero se reformulan sin
cesar en el contexto en el que se enmarca el espectador, aquel que les da la
entidad necesaria para que se constituyan en discurso y acaten su estatus de
obra comunicativa.
Con Renoir aprendí que la
ideología es mucho más que una bandera, unas siglas o un lema: es la manera de
mirar a la humanidad. El tan manido compromiso no lo es tanto por la
fidelidad para con una determinada organización política, sino por la lealtad
con una concepción humanística de la vida y vital del ser humano. Es el lugar,
el momento y la actitud: donde unos huyen otros avanzan, donde unos callan
otros replican, donde unos destruyen otros construyen.
A este último respecto habría que
decir que el cine que Renoir desarrolló en los años treinta estaba plenamente
justificado en su época, quedando amargamente obsoleto al poco tiempo de su
creación (por no decir que incluso antes de la finalización de alguno de sus
proyectos, como más tarde veremos). Así, el prístino sentido agit-prop
(agitación+propaganda) de ciertas obras llega hasta nosotros como el remanente
de un tiempo perdido, más bien destinado a los historiadores (como reflejo de
las necesidades de una determinada época) en su exigencia de encontrar
testimonios in situ de aquello que de otra forma no se puede traer hasta
nuestro tiempo. Y, sin embargo, a pesar de que las imágenes son las que son, no
podemos dejar de recordar que su elección está condicionada por un componente
meramente ideológico, y que el orden de los factores (en este caso) sí altera
el producto.
Es a partir de este último punto
donde el cine renoiriano de este periodo adquiere valor por sí
mismo. Valor emocional e ideológico (sin duda, y sólo para quien encuentre
motivos para ello), pero también valor discursivo y artístico, tanto
enclavándolo en su propia época como observándolo en el presente, tanto
atisbando los aciertos (aquellos que definen y dan entidad a un maestro) como
los errores (aquellos que definen y dan entidad a un ser humano). Es el
tránsito de un hombre desde la pasión del convencimiento hasta la desengaño por
el fracaso, desde el advenimiento de una nueva era hasta el desencanto por la
inminencia de la catástrofe, desde la esperanza hasta el desastre, en
definitiva, de la ilusión a la decepción.
TONI (1934)
Los primeros síntomas del cambio
producido en Renoir son la filmación de una obra no literaria y ambientada en
época coetánea a la de su producción, algo anómalo si tenemos en consideración
su filmografía anterior. Toni (Id., 1934), considerada como la
precursora del neorrealismo italiano, es la primera película social del
realizador. Como todas los films de este periodo, Renoir instala su crítica
política tras un telón argumental en el que las pasiones personales y
emocionales son precipitadas por las duras condiciones laborales y sociales de
los protagonistas. En esta primera muestra aborda un tema candente en la
sociedad europea de la época, concretamente la que afectaba a aquellos países
que se encontraban a la vanguardia económica e industrial del momento: la
xenofobia producto de la llegada masiva de inmigrantes provenientes de aquellas
zonas más deprimidas del continente. El cartel que abre el film («La acción se
sitúa en un país latino, allí donde la naturaleza, destruyendo el espíritu de
Babel, sabe operar a la perfección la fusión de las razas») hace la acción más
universal y remite ideológicamente a un cierto anhelo de «utopía cosmopolita»
[1] que facilite la declaración de principios con la que Marx y Engels
daban entrada al Manifiesto Comunista: “Trabajadores de todo el mundo,
¡uníos!”.
Pero si hay algo que realmente
sorprende viendo esta película es el constatar cómo Jean Renoir es un director
que, en la mayoría de sus obras, habla sobre la mujer, sobre su situación
social, personal y familiar, sin entrar nunca el director galo en ninguno de
los anales de esos tradicionalmente considerados como representantes del cine
de mujeres. Y ahí están ellas, llenando sus fotogramas con sus inquietudes,
sus anhelos, sus esperanzas y sus necesidades, cumpliendo muchas veces la
ingrata tarea de permanecer en un segundo plano, otras veces asumiendo
indirectamente la culpabilidad de todo aquello que los hombres hacen por y para
ellas. Así, en Toni observamos dos tipos muy distintos de mujer:
aquellas que acompañan a sus maridos, padres o hermanos en su condición
inmigrante, y que deben sufrir en sus carnes la hipócrita conducta de sus
hombres, pues mientras ellos «se liberan» sobre ellas siguen aplicando
la represión más propia de sus lugares de origen (como el personaje de
Josefa/Célia Montalvan, que tiene que ceder ante un matrimonio de conveniencia,
renunciando así al amor de Toni); y aquellas otras que, siendo nativas y
recibiendo a los inmigrantes (incluso bajo las sábanas de sus camas) son
forzadas a privarse de su estatus de liberación femenina por la temperamental
conducta de los recién llegados (como Marie/Jenny Hélia, que tiene que soportar
los desplantes de Toni, enamorado a su vez de Josefa, a pesar de haber salvado
a éste de la penuria).
EL CRIMEN DEL SEÑOR LANGE
(1935)
Podemos atribuir este interés por
el mundo femenino de Renoir a su compañera sentimental, Marguerite
Houllé-Renoir (a la sazón también su montadora desde finales de los años veinte
hasta 1939), quien a su vez espoleó al director en su implicación política con
la izquierda francesa del momento. Como anticipando la creación del Frente
Popular en febrero de 1936, Renoir filma unos meses antes El crimen del
señor Lange (Le Crime de monsieur Lange, 1935), una verdadera
parábola en la que un crimen (el que se enuncia en su título) es justificado,
explicado y posteriormente redimido mediante la huída consentida por un grupo
de aldeanos (en una bella secuencia que anticipa la liberación fronteriza del
final de Los cuatrocientos golpes —Le quatro cents coups,
François Truffaut, 1959—[2]). En ella se expone cómo la fuerza de
trabajo de un empleado (Lange/René Lefèvre, guionista de una revista y creador
del personaje Arizona Jim) es saqueada por su patrón (Batala/Jules Berry),
quien además de pretender robar al resto de sus trabajadores demuestra sus
pocos escrúpulos al acostarse con todas las muchachas que a su paso se
encuentra (una de ellas la prometida de Lange, Valentine/Florelle). Así, el
asesinato final se nos muestra como una desparasitación de la sociedad
(el personaje Arizona Jim se apodera al fin de su creador en su destino
vengativo), y más concretamente de la masa trabajadora, que proclama su derecho
de autodefensa ante los usurpadores, constituyéndose la empresa en la que
trabajan en un formato de autogestión obrera (con resultados positivos, como no
podía ser de otra manera en una fábula de edificante objetivo).
LA VIE EST À NOUS (1936)
Si en alguno de los párrafos
anteriores aludíamos a los posibles errores de este periodo renoiriano,
sin duda el más flagrante de todos ellos sería el cometido con La vie est à nous (Id.,
1936)[3], una obra que, vista con los ojos de hoy en día, cuanto menos
sonroja. Bien es cierto que los acontecimientos del momento podrían haber
justificado una participación activa en la vida política (no sería el primero
ni tampoco el último caso, teniendo en cuenta además el enorme compromiso que con
las izquierdas han tenido la mayoría de los intelectuales del último siglo y
medio). Y, sin embargo, al ponerse al servicio del Partido Comunista Francés (y
perder, por lo tanto, su autonomía creativa), Renoir dejó de ser él mismo: la
sutilidad se vuelve tosquedad, el circunloquio muda en bélica retórica, lo
implícito se torna explícito.
El film se puede ver en su
versión original sin subtitular y sin saber una palabra de francés: da igual,
el sentido está ahí, planeando sobre el espectador y su frágil inteligencia,
marcando un discurso puerilizante, pues ni siquiera sus promotores confiaban en
la capacidad intelectual y comprensiva de aquellos a los que decían querer
representar. Ni el prólogo en el que un profesor explica las riquezas de
Francia a unos alumnos que, después de clase, se preguntan por qué son pobres;
ni las delirantes imágenes de los ultraderechistas desfilando por el centro de
París (potenciales colaboracionistas, demostrando que la amenaza era real); ni
las imágenes de Hitler donde sus palabras son sustituidas por ladridos (sic);
ni las tres historias que se unen en un mismo hilo conductor (rayanas en la
vergonzante simpleza); ni los discursos de los líderes comunistas delante de
las fotos de Marx, Lenin y el papaíto Stalin (ahora entendemos
verdaderamente la dimensión del anteriormente denunciado paternalismo); ni ese
final en donde miles de obreros se dirigen a cámara cogidos fraternalmente del
brazo. Nada justificaba tamaña mácula en la filmografía de Renoir.
UNA PARTIDA DE CAMPO (1936)
Con Una partida de campo (Une
partie de campagne, 1936) Renoir retorna a la fábula alegórica en la que
para muchos es su gran obra maestra, camuflando bajo un (aparentemente)
inocente argumento un intenso debate en torno a las mentalidades: el orden
burgués contra el saber empírico popular, quedando la primera seriamente dañada
a través de las marcas dejadas en el alma femenina, la gran perdedora de dicha
batalla (como casi siempre que hablamos de lo renoiriano), pues la
experiencia vivida les sirve a las protagonistas femeninas para constatar el
alto índice de frustración en sus cotidianas vidas de la gran ciudad.
LOS BAJOS FONDOS (1936)
Los bajos fondos (Les
bas-fonds, 1936) sigue la estela de Toni en cuanto retrato de los
desheredados. Pero su verdadera importancia estriba en ser la primera
colaboración entre Renoir y el actor con el que siempre había soñado trabajar: Jean
Gabin [4]. Esta historia también inaugura una serie de películas en las
que el director entra, si no a analizar, sí a mostrar la decadencia de la
aristocracia, una clase social en horas bajas que lo había sido todo y que, por
el empuje económico de la burguesía, ya no era más que la sombra de lo que fue.
Así, aquí encontramos a Pépel (el propio Gabin), un ladrón de poca monta que,
tras entrar en casa de un barón que lo ha perdido todo por el juego
(interpretado con un estilo a medio camino entre la delicada elegancia y la
retranca por Louis Jouvet) [5], inicia una sincera amistad con éste,
quien se ve obligado a hospedarse en el asilo en el que vive el ratero.
Retomando la línea argumental de El crimen…, aquí también el
protagonista asesina a su patrón, explotador y celoso marido de una mujer
enamorada de él. Como en aquella, aquí también el magnicida tiene su perdón en
boca de uno de los suyos: «No lo ha matado él, han sido los bajos fondos».
LA GRAN ILUSIÓN (1937)
En La gran ilusión (La grande
illusion, 1937) el marco histórico de la Gran Guerra le permite a Renoir seguir
indagando sobre el choque de mundos distintos (representados por las
nacionalidades de los contendientes, Francia y Alemania) y las consecuencias de
la desaparición de uno de ellos (la rancia aristocracia imperial) a raíz del
encuentro entre dos oficiales militares, el capitán de Boeldieu (Pierre
Fresnay) y el junker von Rauffenstein (Erich von Stroheim). Dos individuos que,
pese a compartir noble linaje, pertenecen a siglos distintos, ya que mientras
el primero asume como propio el lema de la bandera tricolor («Liberté, Égalité,
Fraternité»), consumando tal ideología hasta sus últimas consecuencias (se
ofrece en sacrificio para que dos de sus subordinados, de origen más humilde al
suyo, puedan evadirse), el segundo permanece anclado a los preceptos del honor
y de la palabra dada entre caballeros, constatando su obsoleta y anacrónica
situación histórica al tener que disparar contra aquel que consideraba como un
igual, preguntándose silenciosamente al final qué sentido tiene un tipo como él
en un mundo que ya no le quiere ni le necesita.
Y es que mientras en el bando
alemán observamos el alto grado de jerarquía que existe entre sus miembros (a
los cuales ni siquiera vemos empatizar entre sí: sólo von Rauffenstein puede
entablar amistad con alguien de su misma condición social [6], con el
cual se comunica en inglés en algunos momentos [7]), los franceses
demuestran una solidaridad interclasista inherente a los hijos de la misma
patria (entre los prisioneros hay distintas procedencias sociales y económicas,
pero todos se sientan a la misma mesa, degustando las provisiones que uno de
ellos, de origen burgués, comparte con sus camaradas), desterrando entre ellos
cualquier impedimento para la fraternal reunión [8], condiciones que en
las filas alemanas no sólo no se daban, sino que era muy difícil que pudieran
darse (como se demostraría tristemente un par de años después del estreno de
este film con el comienzo de las actividades invasoras del III Reich) [9].
LA MARSELLESA (1938)
El producto final obtenido del proyecto de La Marsellesa (La
Marseillaise, 1938) es un resultado directo de los aciertos y los fracasos
contenidos en su génesis, pues por una parte Renoir pretendía realizar un film
que se moviese en un trasunto puramente ideológico que hablase de la situación
que en Europa (y más concretamente en Francia) se estaba viviendo en aquellos
convulsos años (la necesidad de asegurar la paz a través de las armas para
defender los valores devenidos de la Revolución francesa contra la amenaza
fascista), sorteando al mismo tiempo una censura que no permitiría que se
quebrase la Paz de Múnich [10]; y por otra el hecho de que la película
pretendiera autofinanciarse a través de suscripciones públicas promovidas por
la CGT (sindicato del Partido Comunista Francés) a beneficio de Ciné-liberté
(cooperativa obrera que ya había producido La vie est à nous), hecho que
no llegó a cuajar y que impidió la contratación de grandes estrellas (como
Maurice Chevalier o, de nuevo, Erich von Stroheim y Jean Gabin), lo que hace
variar el proyecto inicial hacia unos derroteros más populares que
otorgarían carácter iniciático a esta producción [11].
Pero si por algo habría que considerar a este film como una de las
grandes películas (no sólo de la década en cuestión, sino de la historia del
cine en general) es por su extraordinaria capacidad para transmitir toda la
emoción que contiene el himno francés, una canción que es más que una canción:
es la historia musicalizada de una de las mayores (y mejores) aventuras que
puede vivir el ser humano, una gesta que trasciende los límites individuales,
una llamada a la inmortalidad, la consciencia de ser protagonista de una proeza
realizada por un ejército de héroes de condición igualitaria. De esta manera
Renoir obtuvo un fresco popular, un tableau vivant (hagamos así honor al
galicismo) formado por individuos anónimos en su humilde origen (el argumento
no descansa, como en la mayoría de las ocasiones, en personajes de sobra
conocidos, como Danton, Robestierre o Marat) que viajan a pie desde la Francia
meridional hasta París para defender la legalidad revolucionaria (mientras el
propio himno les acompaña como un personaje más, creciendo con ellos en
presencia y personalidad hasta conseguir su verdadero papel, su auténtica
dimensión) y que, después del asalto al Palacio de las Tullerías, prosiguen su
agónico e interminable periplo hasta la frontera para combatir allí contra los
enemigos de la patria. Un mensaje este último que caería en saco roto, que no
lograría movilizar contra la amenaza del fascismo, corroborando el fracaso de
su discurso y el del propio Frente Popular [12], pero que seguramente
serviría de acicate en su recuerdo cuando, en los últimos estertores de la
Segunda Guerra Mundial, azuzara la entereza de millones de resistentes para
prolongar el último esfuerzo.
LA BESTIA HUMANA (1938)
La bestia humana (La bête humaine, 1938) es,
aparentemente, un paréntesis en el compromiso de Renoir con el Frente Popular,
donde desarrolla un tema por él tan querido como es el de las pasiones,
cuestión que nunca había abandonado (aunque estuviese dispuesto en un segundo
plano). Y, sin embargo, resulta más comprometida ideológicamente de lo que en
principio pudiera parecer, pues su protagonista (maquinista y, por lo tanto,
perteneciente a la clase obrera) parece anclado a unos patrones de
comportamiento de los que no puede escapar y por los cuales la sociedad no deja
de juzgarle, factor que podremos encontrar de manera más intensa en la mayoría
de los antihéroes neorrealistas que Rossellini y compañía pondrían en escena
con posterioridad (incorporando la fenomenología a la nómina de
corrientes filosóficas que tratan de dar voz a aquellos a los que se les
niega).
LA REGLA DEL JUEGO (1939)
Como último elemento de compromiso de Renoir con ese cine de desarrollo
más social y político encontramos la que (para muchos) es su gran paradigma
plástico: La regla del juego (La règle du jeu, 1939).
Fundacional también a su manera [13], este film incide en la crítica renoiriana
hacia las clases altas (aquí la aristocracia [14]), sobre todo teniendo
en cuenta el precipicio ante el cual se estaba disponiendo la sociedad europea
de aquellas fechas [15], siendo uno de los aspectos más destacables la
ambivalencia con la que estos individuos se relacionan con unos subordinados
que, a pesar de pertenecer a un mundo ajeno al de sus amos por voluntad de
éstos [16], adquieren entre ellos sus roles, sus manías y hasta sus
comportamientos [17], constatando así Renoir su desilusión por el
fracaso de un proyecto político universal, sumergiendo a su querida Francia en
un retrato lleno de amarga oscuridad [18].
________________________________________
[1] GARSON, Charlotte : Jean Renoir. Cahiers du cinéma
(Collection Grands Cinéastes). París, 2007, p. 29.
[2] Diez años
después, el mismo director rendirá cumplido homenaje con su maestro al incluir
un fragmento de La Marsellesa como preámbulo de su film La sirena del
Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969).
[3] Co-dirigida
con André Zwoboda y el gran Jacques Becker.
[4] De hecho,
el director llegó a comentar en un documental sobre su persona: “Dios
inventó el cine porque antes había creado a Gabin”.
[5]
Personalidad que se resume en una frase que le dice a su nuevo amigo Pépel: “La
nobleza es como la viruela: ¡siempre queda algo!”. Y es que Renoir no dejó
nunca de tener simpatía por los aristócratas, personajes extravagantes y
entrañables (siempre y cuando hubiesen perdido todos sus privilegios sociales).
[6] “Todo el
peso de La gran ilusión radica en el análisis minucioso de cómo las barreras
impuestas por los Estados se alzan como barreras ficticias, mientras que la
solidaridad puede ser posible entre los seres de una misma clase social” (QUINTANA,
Ángel: “La gran ilusión”. Dirigido por… nº 350, noviembre de 2005, p.
60).
[7] “Aquí la
genialidad que otorga al hallazgo todo su valor humano es el empleo de una
tercera lengua, el inglés, entre Von Rauffenstein y Boeldieu, no ya una lengua
nacional, sino una lengua “de clase” que aísla a los dos aristócratas del resto
de la sociedad plebeya” (BAZIN, André: “Jean Renoir. Periodos, filmes y
documentos”. Paidós, 1999; cita recogida en CASAS, Quim: “Jean Renoir y la
diferencia de clases”. Dirigido por… nº 382, octubre de 2008, p. 81).
[8] Como en
su día dijo François Truffaut sobre esta película, “la principal idea de este
film, que animará más tarde a La Marsellesa y sobre todo a La regla del juego,
es que el mundo se divide horizontalmente antes que verticalmente; Renoir
explica con claridad que la idea de clase subsiste aunque ciertas clases
desaparezcan. En cambio, es necesario abolir la idea de la frontera,
responsable de todos los malentendidos” (cita recogida en CASAS, Quim: Op.
cit., p. 81).
[9] “Del
interior de La gran ilusión acaba emergiendo uno de los grandes temas del cine
de Renoir: en un universo marcado por la diferencia el orden no puede imponerse
desde la ley – desde los principios propios del mundo apolíneo- sino que
siempre debe surgir desde abajo, desde el desorden de la existencia y sobre
todo desde el respeto hacia la alteridad. La gran ilusión a la que se refiere
el título es, sobre todo, la lucha por conseguir la tolerancia, para llegar a
crear la armonía colectiva” (QUINTANA, Ángel: Op. cit., p. 61).
[10]
Simbolizado en el argumento de la película a través del Manifiesto de
Brunswick, por el cual los aristócratas emigrados se otorgaban a sí mismos el
derecho de intervenir militarmente en la Francia revolucionaria si la familia
real era ultrajada, hecho que Renoir quería comparar con el eslogan de la
derecha francesa de 1937: “Antes Hitler que el Frente Popular”.
[11]
Personalmente la considero la primera película que habla de un proceso
histórico de gran alcance visto a través de personajes invisibles, héroes
anónimos camuflados en la masa pero protagonistas por derecho propio,
influyendo esta manera de contar acontecimientos vitales de la Historia de la
humanidad en cineastas posteriores, siendo el más evidente de los casos el de
Shohei Imamura.
[12] Dimitido
Leon Blum en agosto de 1937 cuando comienza el rodaje de La Marsellesa y
agónico el propio Frente Popular cuando se estrena en febrero del año
siguiente, encontramos la siguiente reflexión de Quim Casas (Op. cit., p.
81) a propósito del anterior film de Renoir, pero que nos sirve para corroborar
lo que hemos enunciado sobre La Marsellesa: “La gran ilusión se encuentra en la
misma situación que El gran dictador; desde el punto de vista «social», son dos
películas inútiles, ya que alertaron pero no influyeron: nadie en Hollywood
hizo caso a Chaplin cuando vaticinó la era del terror hitleriano y pocos
refrendaron la existencia del film de Renoir”.
[13] “Habla de
la diferencia de clases y de lo que ocurre arriba y debajo de la escala social
—de hecho, la película puede considerarse una especie de precursora de la
conocida serie británica con ese título o de productos cinematográficos como Gosford
Park, de Altman—“ (CASAS, Quim: Op. cit., p. 79).
[14] “No
conviene olvidar tampoco que estos relatos [decimonónicos] reflejaban, de
manera ejemplar, los valores morales y artísticos de una clase social (la
burguesía) que había ascendido al poder tras la Revolución francesa y que, por
ello mismo, resultaban en cierto modo inapropiados para mostrar en profundidad,
como Renoir pretendía hacer con su nuevo trabajo, las formas de vida de otra
clase social (la aristocracia), que había sido desplazada del poder por aquélla
y cuya función era ya —como ejemplificaban las modernas monarquías
constitucionales— meramente «representativa»” (SANTAMARINA, Antonio: “La regla
del juego”. Dirigido por… nº 341, enero 2005, p. 50).
[15] “Nada más
apropiado, por otra parte, que este tipo de estructura para mostrar los hábitos
de vida de los protagonistas de la película, un grupo de ociosos aristócratas
parisinos que, situados fuera de tiempo y de la historia, voluntariamente de
espaldas a los acontecimientos que están a punto de sumergir a su país en el
conflicto bélico más cruento del siglo XX, se dedican únicamente a jugar y a
representar sus papeles respectivos en un continuo cruce de mentiras y engaños,
de galanteos amorosos y añejas convenciones sociales, dentro de un mundo donde
—como afirma el personaje de Octave (interpretado por el propio Renoir)— toda
la gente miente” (SANTAMARINA Antonio: Op. cit., p. 51).
[16] “Con
todo, y siendo justos con la lectura del film como un tratado sobre la
diferencia de clases —o sobre las pocas cosas que diferencian a las clases—, no
hay mejor idea visual en la película que la de la pequeña puerta junto a la
escalera, empotrada en la pared, un rectángulo apenas entrevisto que separa
maquiavélicamente dos mundos, el de la burguesía aristocrática y el del
proletariado” (CASAS, Quim: Op. cit., p. 79).
[17] “Y esta
misma actitud la comparten, de manera ridícula y esperpéntica —tal y como
sucedía ya en el teatro español del siglo de Oro—, sus criados y sirvientes,
quienes viene a amplificar con sus conductas el comportamiento hipócrita de sus
amos y dejan al descubierto la vaciedad de unas reglas de juego carentes de
sentido” (SANTAMARINA, Antonio: Op. cit., p. 51).
[18] “Una vez
ahogado el drama, en el último plano tan bello como inquietante, sólo las
sombras de los invitados, proyectadas sobre la pared, pueblan el castillo.
Francia, vaciada, es una tierra de fantasmas” (GARSON, Charlotte: Op. cit.,
p. 53).
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