jueves, 9 de febrero de 2017

JEAN RENOIR Y EL FRENTE POPULAR




Siempre he considerado como un deber que cada persona rinda cumplido homenaje a aquellos maestros que le enseñaron a ver el cine. Uno de los míos fue Jean Renoir. Todavía conservo aquellas cintas de VHS (que hoy parecen los ladrillos de una primitiva construcción, al lado del brillo sin emoción de los discos de DVD, material de los rascacielos más altos de nuestras filmotecas) en las que grabé una gran parte de su filmografía. Y, a pesar de haber digitalizado todas sus películas, me niego a desprenderme de esas reliquias: en ellas conservo la turbación de mis primeros pasos como cinéfilo, la conmoción que me produjeron sus fotogramas, la intensidad del aprendizaje. Son el pañuelo donde quedó impreso mi himen, la prueba de la infalibilidad del paso del tiempo que genera insensata nostalgia.

Las imágenes, inmutables por su naturaleza, tienen sin embargo la gran virtud de absorber el componente emotivo de aquel que mira, variando con ello su carga atómica. Los fotogramas de un film son los que son desde un punto de vista estético, pero se reformulan sin cesar en el contexto en el que se enmarca el espectador, aquel que les da la entidad necesaria para que se constituyan en discurso y acaten su estatus de obra comunicativa.

Con Renoir aprendí que la ideología es mucho más que una bandera, unas siglas o un lema: es la manera de mirar a la humanidad. El tan manido compromiso no lo es tanto por la fidelidad para con una determinada organización política, sino por la lealtad con una concepción humanística de la vida y vital del ser humano. Es el lugar, el momento y la actitud: donde unos huyen otros avanzan, donde unos callan otros replican, donde unos destruyen otros construyen.


A este último respecto habría que decir que el cine que Renoir desarrolló en los años treinta estaba plenamente justificado en su época, quedando amargamente obsoleto al poco tiempo de su creación (por no decir que incluso antes de la finalización de alguno de sus proyectos, como más tarde veremos). Así, el prístino sentido agit-prop (agitación+propaganda) de ciertas obras llega hasta nosotros como el remanente de un tiempo perdido, más bien destinado a los historiadores (como reflejo de las necesidades de una determinada época) en su exigencia de encontrar testimonios in situ de aquello que de otra forma no se puede traer hasta nuestro tiempo. Y, sin embargo, a pesar de que las imágenes son las que son, no podemos dejar de recordar que su elección está condicionada por un componente meramente ideológico, y que el orden de los factores (en este caso) sí altera el producto.

Es a partir de este último punto donde el cine renoiriano de este periodo  adquiere valor por sí mismo. Valor emocional e ideológico (sin duda, y sólo para quien encuentre motivos para ello), pero también valor discursivo y artístico, tanto enclavándolo en su propia época como observándolo en el presente, tanto atisbando los aciertos (aquellos que definen y dan entidad a un maestro) como los errores (aquellos que definen y dan entidad a un ser humano). Es el tránsito de un hombre desde la pasión del convencimiento hasta la desengaño por el fracaso, desde el advenimiento de una nueva era hasta el desencanto por la inminencia de la catástrofe, desde la esperanza hasta el desastre, en definitiva, de la ilusión a la decepción.

TONI (1934)


Los primeros síntomas del cambio producido en Renoir son la filmación de una obra no literaria y ambientada en época coetánea a la de su producción, algo anómalo si tenemos en consideración su filmografía anterior. Toni (Id., 1934), considerada como la precursora del neorrealismo italiano, es la primera película social del realizador. Como todas los films de este periodo, Renoir instala su crítica política tras un telón argumental en el que las pasiones personales y emocionales son precipitadas por las duras condiciones laborales y sociales de los protagonistas. En esta primera muestra aborda un tema candente en la sociedad europea de la época, concretamente la que afectaba a aquellos países que se encontraban a la vanguardia económica e industrial del momento: la xenofobia producto de la llegada masiva de inmigrantes provenientes de aquellas zonas más deprimidas del continente. El cartel que abre el film («La acción se sitúa en un país latino, allí donde la naturaleza, destruyendo el espíritu de Babel, sabe operar a la perfección la fusión de las razas») hace la acción más universal y remite ideológicamente a un cierto anhelo de «utopía cosmopolita» [1] que facilite la declaración de principios con la que Marx y Engels daban entrada al Manifiesto Comunista: “Trabajadores de todo el mundo, ¡uníos!”.

Pero si hay algo que realmente sorprende viendo esta película es el constatar cómo Jean Renoir es un director que, en la mayoría de sus obras, habla sobre la mujer, sobre su situación social, personal y familiar, sin entrar nunca el director galo en ninguno de los anales de esos tradicionalmente considerados como representantes del cine de mujeres. Y ahí están ellas, llenando sus fotogramas con sus inquietudes, sus anhelos, sus esperanzas y sus necesidades, cumpliendo muchas veces la ingrata tarea de permanecer en un segundo plano, otras veces asumiendo indirectamente la culpabilidad de todo aquello que los hombres hacen por y para ellas. Así, en Toni observamos dos tipos muy distintos de mujer: aquellas que acompañan a sus maridos, padres o hermanos en su condición inmigrante, y que deben sufrir en sus carnes la hipócrita conducta de sus hombres, pues mientras ellos «se liberan» sobre ellas siguen aplicando la represión más propia de sus lugares de origen (como el personaje de Josefa/Célia Montalvan, que tiene que ceder ante un matrimonio de conveniencia, renunciando así al amor de Toni); y aquellas otras que, siendo nativas y recibiendo a los inmigrantes (incluso bajo las sábanas de sus camas) son forzadas a privarse de su estatus de liberación femenina por la temperamental conducta de los recién llegados (como Marie/Jenny Hélia, que tiene que soportar los desplantes de Toni, enamorado a su vez de Josefa, a pesar de haber salvado a éste de la penuria).

EL CRIMEN DEL SEÑOR LANGE (1935)


Podemos atribuir este interés por el mundo femenino de Renoir a su compañera sentimental, Marguerite Houllé-Renoir (a la sazón también su montadora desde finales de los años veinte hasta 1939), quien a su vez espoleó al director en su implicación política con la izquierda francesa del momento. Como anticipando la creación del Frente Popular en febrero de 1936, Renoir filma unos meses antes El crimen del señor Lange (Le Crime de monsieur Lange, 1935), una verdadera parábola en la que un crimen (el que se enuncia en su título) es justificado, explicado y posteriormente redimido mediante la huída consentida por un grupo de aldeanos (en una bella secuencia que anticipa la liberación fronteriza del final de Los cuatrocientos golpesLe quatro cents coups, François Truffaut, 1959—[2]). En ella se expone cómo la fuerza de trabajo de un empleado (Lange/René Lefèvre, guionista de una revista y creador del personaje Arizona Jim) es saqueada por su patrón (Batala/Jules Berry), quien además de pretender robar al resto de sus trabajadores demuestra sus pocos escrúpulos al acostarse con todas las muchachas que a su paso se encuentra (una de ellas la prometida de Lange, Valentine/Florelle). Así, el asesinato final se nos muestra como una desparasitación de la sociedad (el personaje Arizona Jim se apodera al fin de su creador en su destino vengativo), y más concretamente de la masa trabajadora, que proclama su derecho de autodefensa ante los usurpadores, constituyéndose la empresa en la que trabajan en un formato de autogestión obrera (con resultados positivos, como no podía ser de otra manera en una fábula de edificante objetivo).

LA VIE EST À NOUS (1936)


Si en alguno de los párrafos anteriores aludíamos a los posibles errores de este periodo renoiriano, sin duda el más flagrante de todos ellos sería el cometido con La vie est à nous (Id., 1936)[3], una obra que, vista con los ojos de hoy en día, cuanto menos sonroja. Bien es cierto que los acontecimientos del momento podrían haber justificado una participación activa en la vida política (no sería el primero ni tampoco el último caso, teniendo en cuenta además el enorme compromiso que con las izquierdas han tenido la mayoría de los intelectuales del último siglo y medio). Y, sin embargo, al ponerse al servicio del Partido Comunista Francés (y perder, por lo tanto, su autonomía creativa), Renoir dejó de ser él mismo: la sutilidad se vuelve tosquedad, el circunloquio muda en bélica retórica, lo implícito se torna explícito.

El film se puede ver en su versión original sin subtitular y sin saber una palabra de francés: da igual, el sentido está ahí, planeando sobre el espectador y su frágil inteligencia, marcando un discurso puerilizante, pues ni siquiera sus promotores confiaban en la capacidad intelectual y comprensiva de aquellos a los que decían querer representar. Ni el prólogo en el que un profesor explica las riquezas de Francia a unos alumnos que, después de clase, se preguntan por qué son pobres; ni las delirantes imágenes de los ultraderechistas desfilando por el centro de París (potenciales colaboracionistas, demostrando que la amenaza era real); ni las imágenes de Hitler donde sus palabras son sustituidas por ladridos (sic); ni las tres historias que se unen en un mismo hilo conductor (rayanas en la vergonzante simpleza); ni los discursos de los líderes comunistas delante de las fotos de Marx, Lenin y el papaíto Stalin (ahora entendemos verdaderamente la dimensión del anteriormente denunciado paternalismo); ni ese final en donde miles de obreros se dirigen a cámara cogidos fraternalmente del brazo. Nada justificaba tamaña mácula en la filmografía de Renoir.

UNA PARTIDA DE CAMPO (1936)


Con Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) Renoir retorna a la fábula alegórica en la que para muchos es su gran obra maestra, camuflando bajo un (aparentemente) inocente argumento un intenso debate en torno a las mentalidades: el orden burgués contra el saber empírico popular, quedando la primera seriamente dañada a través de las marcas dejadas en el alma femenina, la gran perdedora de dicha batalla (como casi siempre que hablamos de lo renoiriano), pues la experiencia vivida les sirve a las protagonistas femeninas para constatar el alto índice de frustración en sus cotidianas vidas de la gran ciudad.

LOS BAJOS FONDOS (1936)


Los bajos fondos (Les bas-fonds, 1936) sigue la estela de Toni en cuanto retrato de los desheredados. Pero su verdadera importancia estriba en ser la primera colaboración entre Renoir y el actor con el que siempre había soñado trabajar: Jean Gabin [4]. Esta historia también inaugura una serie de películas en las que el director entra, si no a analizar, sí a mostrar la decadencia de la aristocracia, una clase social en horas bajas que lo había sido todo y que, por el empuje económico de la burguesía, ya no era más que la sombra de lo que fue. Así, aquí encontramos a Pépel (el propio Gabin), un ladrón de poca monta que, tras entrar en casa de un barón que lo ha perdido todo por el juego (interpretado con un estilo a medio camino entre la delicada elegancia y la retranca por Louis Jouvet) [5], inicia una sincera amistad con éste, quien se ve obligado a hospedarse en el asilo en el que vive el ratero. Retomando la línea argumental de El crimen…, aquí también el protagonista asesina a su patrón, explotador y celoso marido de una mujer enamorada de él. Como en aquella, aquí también el magnicida tiene su perdón en boca de uno de los suyos: «No lo ha matado él, han sido los bajos fondos».

LA GRAN ILUSIÓN (1937)


En La gran ilusión (La grande illusion, 1937) el marco histórico de la Gran Guerra le permite a Renoir seguir indagando sobre el choque de mundos distintos (representados por las nacionalidades de los contendientes, Francia y Alemania) y las consecuencias de la desaparición de uno de ellos (la rancia aristocracia imperial) a raíz del encuentro entre dos oficiales militares, el capitán de Boeldieu (Pierre Fresnay) y el junker von Rauffenstein (Erich von Stroheim). Dos individuos que, pese a compartir noble linaje, pertenecen a siglos distintos, ya que mientras el primero asume como propio el lema de la bandera tricolor («Liberté, Égalité, Fraternité»), consumando tal ideología hasta sus últimas consecuencias (se ofrece en sacrificio para que dos de sus subordinados, de origen más humilde al suyo, puedan evadirse), el segundo permanece anclado a los preceptos del honor y de la palabra dada entre caballeros, constatando su obsoleta y anacrónica situación histórica al tener que disparar contra aquel que consideraba como un igual, preguntándose silenciosamente al final qué sentido tiene un tipo como él en un mundo que ya no le quiere ni le necesita.

Y es que mientras en el bando alemán observamos el alto grado de jerarquía que existe entre sus miembros (a los cuales ni siquiera vemos empatizar entre sí: sólo von Rauffenstein puede entablar amistad con alguien de su misma condición social [6], con el cual se comunica en inglés en algunos momentos [7]), los franceses demuestran una solidaridad interclasista inherente a los hijos de la misma patria (entre los prisioneros hay distintas procedencias sociales y económicas, pero todos se sientan a la misma mesa, degustando las provisiones que uno de ellos, de origen burgués, comparte con sus camaradas), desterrando entre ellos cualquier impedimento para la fraternal reunión [8], condiciones que en las filas alemanas no sólo no se daban, sino que era muy difícil que pudieran darse (como se demostraría tristemente un par de años después del estreno de este film con el comienzo de las actividades invasoras del III Reich) [9].

LA MARSELLESA (1938)


El producto final obtenido del proyecto de La Marsellesa (La Marseillaise, 1938) es un resultado directo de los aciertos y los fracasos contenidos en su génesis, pues por una parte Renoir pretendía realizar un film que se moviese en un trasunto puramente ideológico que hablase de la situación que en Europa (y más concretamente en Francia) se estaba viviendo en aquellos convulsos años (la necesidad de asegurar la paz a través de las armas para defender los valores devenidos de la Revolución francesa contra la amenaza fascista), sorteando al mismo tiempo una censura que no permitiría que se quebrase la Paz de Múnich [10]; y por otra el hecho de que la película pretendiera autofinanciarse a través de suscripciones públicas promovidas por la CGT (sindicato del Partido Comunista Francés) a beneficio de Ciné-liberté (cooperativa obrera que ya había producido La vie est à nous), hecho que no llegó a cuajar y que impidió la contratación de grandes estrellas (como Maurice Chevalier o, de nuevo, Erich von Stroheim y Jean Gabin), lo que hace variar el proyecto inicial hacia unos derroteros más populares que otorgarían carácter iniciático a esta producción [11].

Pero si por algo habría que considerar a este film como una de las grandes películas (no sólo de la década en cuestión, sino de la historia del cine en general) es por su extraordinaria capacidad para transmitir toda la emoción que contiene el himno francés, una canción que es más que una canción: es la historia musicalizada de una de las mayores (y mejores) aventuras que puede vivir el ser humano, una gesta que trasciende los límites individuales, una llamada a la inmortalidad, la consciencia de ser protagonista de una proeza realizada por un ejército de héroes de condición igualitaria. De esta manera Renoir obtuvo un fresco popular, un tableau vivant (hagamos así honor al galicismo) formado por individuos anónimos en su humilde origen (el argumento no descansa, como en la mayoría de las ocasiones, en personajes de sobra conocidos, como Danton, Robestierre o Marat) que viajan a pie desde la Francia meridional hasta París para defender la legalidad revolucionaria (mientras el propio himno les acompaña como un personaje más, creciendo con ellos en presencia y personalidad hasta conseguir su verdadero papel, su auténtica dimensión) y que, después del asalto al Palacio de las Tullerías, prosiguen su agónico e interminable periplo hasta la frontera para combatir allí contra los enemigos de la patria. Un mensaje este último que caería en saco roto, que no lograría movilizar contra la amenaza del fascismo, corroborando el fracaso de su discurso y el del propio Frente Popular [12], pero que seguramente serviría de acicate en su recuerdo cuando, en los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial, azuzara la entereza de millones de resistentes para prolongar el último esfuerzo.

LA BESTIA HUMANA (1938)


La bestia humana (La bête humaine, 1938) es, aparentemente, un paréntesis en el compromiso de Renoir con el Frente Popular, donde desarrolla un tema por él tan querido como es el de las pasiones, cuestión que nunca había abandonado (aunque estuviese dispuesto en un segundo plano). Y, sin embargo, resulta más comprometida ideológicamente de lo que en principio pudiera parecer, pues su protagonista (maquinista y, por lo tanto, perteneciente a la clase obrera) parece anclado a unos patrones de comportamiento de los que no puede escapar y por los cuales la sociedad no deja de juzgarle, factor que podremos encontrar de manera más intensa en la mayoría de los antihéroes neorrealistas que Rossellini y compañía pondrían en escena con posterioridad (incorporando la fenomenología a la nómina de corrientes filosóficas que tratan de dar voz a aquellos a los que se les niega).

LA REGLA DEL JUEGO (1939)


Como último elemento de compromiso de Renoir con ese cine de desarrollo más social y político encontramos la que (para muchos) es su gran paradigma plástico: La regla del juego (La règle du jeu, 1939). Fundacional también a su manera [13], este film incide en la crítica renoiriana hacia las clases altas (aquí la aristocracia [14]), sobre todo teniendo en cuenta el precipicio ante el cual se estaba disponiendo la sociedad europea de aquellas fechas [15], siendo uno de los aspectos más destacables la ambivalencia con la que estos individuos se relacionan con unos subordinados que, a pesar de pertenecer a un mundo ajeno al de sus amos por voluntad de éstos [16], adquieren entre ellos sus roles, sus manías y hasta sus comportamientos [17], constatando así Renoir su desilusión por el fracaso de un proyecto político universal, sumergiendo a su querida Francia en un retrato lleno de amarga oscuridad [18].

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[1] GARSON, Charlotte : Jean Renoir. Cahiers du cinéma (Collection Grands Cinéastes). París, 2007, p. 29.

[2] Diez años después, el mismo director rendirá cumplido homenaje con su maestro al incluir un fragmento de La Marsellesa como preámbulo de su film La sirena del Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969).

[3] Co-dirigida con André Zwoboda y el gran Jacques Becker.

[4] De hecho, el director llegó a comentar en un documental sobre su persona: “Dios inventó el cine porque antes había creado a Gabin”.

[5] Personalidad que se resume en una frase que le dice a su nuevo amigo Pépel: “La nobleza es como la viruela: ¡siempre queda algo!”. Y es que Renoir no dejó nunca de tener simpatía por los aristócratas, personajes extravagantes y entrañables (siempre y cuando hubiesen perdido todos sus privilegios sociales).

[6] “Todo el peso de La gran ilusión radica en el análisis minucioso de cómo las barreras impuestas por los Estados se alzan como barreras ficticias, mientras que la solidaridad puede ser posible entre los seres de una misma clase social” (QUINTANA, Ángel: “La gran ilusión”. Dirigido por… nº 350, noviembre de 2005, p. 60).

[7] “Aquí la genialidad que otorga al hallazgo todo su valor humano es el empleo de una tercera lengua, el inglés, entre Von Rauffenstein y Boeldieu, no ya una lengua nacional, sino una lengua “de clase” que aísla a los dos aristócratas del resto de la sociedad plebeya” (BAZIN, André: “Jean Renoir. Periodos, filmes y documentos”. Paidós, 1999; cita recogida en CASAS, Quim: “Jean Renoir y la diferencia de clases”. Dirigido por… nº 382, octubre de 2008, p. 81).

[8] Como en su día dijo François Truffaut sobre esta película, “la principal idea de este film, que animará más tarde a La Marsellesa y sobre todo a La regla del juego, es que el mundo se divide horizontalmente antes que verticalmente; Renoir explica con claridad que la idea de clase subsiste aunque ciertas clases desaparezcan. En cambio, es necesario abolir la idea de la frontera, responsable de todos los malentendidos” (cita recogida en CASAS, Quim: Op. cit., p. 81).

[9] “Del interior de La gran ilusión acaba emergiendo uno de los grandes temas del cine de Renoir: en un universo marcado por la diferencia el orden no puede imponerse desde la ley – desde los principios propios del mundo apolíneo- sino que siempre debe surgir desde abajo, desde el desorden de la existencia y sobre todo desde el respeto hacia la alteridad. La gran ilusión a la que se refiere el título es, sobre todo, la lucha por conseguir la tolerancia, para llegar a crear la armonía colectiva” (QUINTANA, Ángel: Op. cit., p. 61).

[10] Simbolizado en el argumento de la película a través del Manifiesto de Brunswick, por el cual los aristócratas emigrados se otorgaban a sí mismos el derecho de intervenir militarmente en la Francia revolucionaria si la familia real era ultrajada, hecho que Renoir quería comparar con el eslogan de la derecha francesa de 1937: “Antes Hitler que el Frente Popular”.

[11] Personalmente la considero la primera película que habla de un proceso histórico de gran alcance visto a través de personajes invisibles, héroes anónimos camuflados en la masa pero protagonistas por derecho propio, influyendo esta manera de contar acontecimientos vitales de la Historia de la humanidad en cineastas posteriores, siendo el más evidente de los casos el de Shohei Imamura.

[12] Dimitido Leon Blum en agosto de 1937 cuando comienza el rodaje de La Marsellesa y agónico el propio Frente Popular cuando se estrena en febrero del año siguiente, encontramos la siguiente reflexión de Quim Casas (Op. cit., p. 81) a propósito del anterior film de Renoir, pero que nos sirve para corroborar lo que hemos enunciado sobre La Marsellesa: “La gran ilusión se encuentra en la misma situación que El gran dictador; desde el punto de vista «social», son dos películas inútiles, ya que alertaron pero no influyeron: nadie en Hollywood hizo caso a Chaplin cuando vaticinó la era del terror hitleriano y pocos refrendaron la existencia del film de Renoir”.

[13] “Habla de la diferencia de clases y de lo que ocurre arriba y debajo de la escala social —de hecho, la película puede considerarse una especie de precursora de la conocida serie británica con ese título o de productos cinematográficos como Gosford Park, de Altman—“ (CASAS, Quim: Op. cit., p. 79).

[14] “No conviene olvidar tampoco que estos relatos [decimonónicos] reflejaban, de manera ejemplar, los valores morales y artísticos de una clase social (la burguesía) que había ascendido al poder tras la Revolución francesa y que, por ello mismo, resultaban en cierto modo inapropiados para mostrar en profundidad, como Renoir pretendía hacer con su nuevo trabajo, las formas de vida de otra clase social (la aristocracia), que había sido desplazada del poder por aquélla y cuya función era ya —como ejemplificaban las modernas monarquías constitucionales— meramente «representativa»” (SANTAMARINA, Antonio: “La regla del juego”. Dirigido por… nº 341, enero 2005, p. 50).

[15] “Nada más apropiado, por otra parte, que este tipo de estructura para mostrar los hábitos de vida de los protagonistas de la película, un grupo de ociosos aristócratas parisinos que, situados fuera de tiempo y de la historia, voluntariamente de espaldas a los acontecimientos que están a punto de sumergir a su país en el conflicto bélico más cruento del siglo XX, se dedican únicamente a jugar y a representar sus papeles respectivos en un continuo cruce de mentiras y engaños, de galanteos amorosos y añejas convenciones sociales, dentro de un mundo donde —como afirma el personaje de Octave (interpretado por el propio Renoir)— toda la gente miente” (SANTAMARINA Antonio: Op. cit., p. 51).

[16] “Con todo, y siendo justos con la lectura del film como un tratado sobre la diferencia de clases —o sobre las pocas cosas que diferencian a las clases—, no hay mejor idea visual en la película que la de la pequeña puerta junto a la escalera, empotrada en la pared, un rectángulo apenas entrevisto que separa maquiavélicamente dos mundos, el de la burguesía aristocrática y el del proletariado” (CASAS, Quim: Op. cit., p. 79).

[17] “Y esta misma actitud la comparten, de manera ridícula y esperpéntica —tal y como sucedía ya en el teatro español del siglo de Oro—, sus criados y sirvientes, quienes viene a amplificar con sus conductas el comportamiento hipócrita de sus amos y dejan al descubierto la vaciedad de unas reglas de juego carentes de sentido” (SANTAMARINA, Antonio: Op. cit., p. 51).

[18] “Una vez ahogado el drama, en el último plano tan bello como inquietante, sólo las sombras de los invitados, proyectadas sobre la pared, pueblan el castillo. Francia, vaciada, es una tierra de fantasmas” (GARSON, Charlotte: Op. cit., p. 53).

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